La identidad, herramienta o prisión

Érase una vez un niño que nació. Bueno, él no sabía qué era eso de nacer, ni lo de respirar,… De hecho, tampoco sabía que él era un niño, ni siquiera que existía un él que ser. Para él sólo había un mar de sensaciones, caóticas y aleatorias, a través del cual su instinto trataba de guiarle, favoreciendo las agradables y evitando las desagradables.
A medida que se desarrollaba y ganaba habilidades iba desplegando sus capacidades (llorar, moverse, gritar, sonreír, estarse quieto,…), así como ciertas relaciones entre ellas y las sensaciones posteriores. Empezaba así a aprender qué gustaba o disgustaba a mamá, papá o quien fuera que estuviera por allí cuidando de él. Dado que no se valía por si mismo, su supervivencia dependía de lograr la suficiente atención para recibir cuidados, por lo que tratar de ganar control al respecto era vital. Aunque esas correlaciones entre lo que hacía y la reacción del entorno no siempre se cumplían con exactitud; y fue gracias a esa brecha de desencuentros, con sorpresas agradables y frustraciones varias, que empezó a esbozar un yo y un lo otro.
En su tarea de obtener la atención de sus cuidadores era imprescindible guiarse por sus miradas, expresiones, gestos y palabras. Como quien frente a un espejo se descubre a sí mismo, el niño aprendió de sí a partir de lo que le devolvían quienes le contemplaban y se relacionaban con él. Así fue perfilando un dibujo de si mismo, de quién soy yo.

Como él, cada uno de nosotros toma nota de que es divertido porque los de afuera se ríen y nos lo dicen; o ridículo porque también se ríen pero de nosotros; quizá ignorable porque apenas nos miran; admirable porque no pueden dejar de contemplarnos; o pesado porque se apartan y nos hacen callar; raro porque nos miran con extrañeza; poderoso porque nos obedecen; puede que malo porque se escandalizan y nos temen… Vamos elaborando una lista de quienes somos e, inevitablemente, definiendo otra con todo aquello que queda fuera, la de quienes no somos.
Es así como construimos nuestra identidad, ese yo que será el sujeto de nuestro vivir, de lo que llamaremos nuestras sensaciones, nuestro sentir, nuestros pensamientos, nuestras acciones… y salimos al mundo equipados con ella. Es una cualidad humana fundamental, fruto de nuestra capacidad de ser conscientes de nosotros mismos, que nos dota de gran potencia para afrontar la incertidumbre de la vida: con ella anticipamos con qué contamos y cómo va a reaccionar el entorno en una situación determinada.
Hasta aquí todo parece fantástico. Y lo es, pero no sólo. Si nos fijamos bien, algo tan esencial resulta que está construido de un modo un tanto peculiar… Veamos, si alguien me mira extrañado, ¿soy yo la extraña o es el otro el que no ha visto en su vida algo como yo?, ¿la extrañeza es sólo debida a mí o depende de las vivencias y patrones desde las que el otro me contempla? Frente a un mismo objeto cada persona puede reaccionar diferente, no existen certezas al tratar de predecirlo. Todos hemos oído eso de que “la belleza está en los ojos de quien mira”; todas las otras cualidades, también. Sin embargo, esta es una realidad que no tenemos en cuenta cuando trazamos el “esto soy yo”; nos basta con que unos cuantos coincidan en su reacción para atribuirnos una cualidad y sentirla como inherente a nosotros. Parecería pues que eso que vamos colocando dentro del saco de yo resulta ser más bien quién es el otro.
Todos pasamos por este proceso y todos nos encontramos en un momento funcionando con un yo rígido y repleto de contenidos que no se adapta a lo que realmente somos. Será la vida con su continuo devenir de situaciones quien nos irá mostrando ese desajuste cada vez que nos hace resonar con vivencias del territorio del eso no soy yo, yo no soy así… Pero recordemos que la identidad cumple una función ligada a la supervivencia y, como tal, la defendemos. Cuando algo impacta en ella optamos, en primer momento, por negar la realidad antes que cuestionarnos. Podemos pensar que “tú me lo provocas”, “es por ti”, “si tú no hicieras tal o no fueras cual yo no sentiría esto”… que no es más que una versión discreta, pero igualmente engañosa, de las posesiones mágicas de ataño. O bien podemos negar directamente. En definitiva, disponemos de mil y una estrategias.

Pero el precio de esta defensa es alto y, en la medida en que hagamos un uso excesivo de ello para afrontar las situaciones, alimentaremos nuestra neurosis. Sin embargo, si nos abrimos a cuestionar nuestra identidad aunque sólo sea por algún rinconcito (para nada se trata de desmontarla toda) podemos ir conociéndonos, sabiendo del yo real, del que está en continuo devenir de ser; y podemos crecer, ensanchar nuestro yo para caber dentro. Quizá podamos incluso aprender que ese trazo, para sernos realmente útil, no puede apegarse a cualidades fijas y eternas porque nosotros no somos fijos e inmóviles, más bien se trata de una línea vacía y flexible que se puede ajustar a nuestra realidad momento a momento, que nos define aquí y ahora para que todo aquello que surja en nosotros, nos guste o no, pueda ser reconocido como tal y tomado como base para decidir qué hacemos. Es así como podemos ir pasando de ser esclavos de esa primera identidad rudimentaria a dueños de la potente brújula que en realidad es y que nos orienta en la vida.

Ruth Vila (Mayo 2010)

Reconciliación

Ahí estaba, sentada frente a ella, cara a cara. La veía tan estúpidamente inútil; sí, era desastrosa o, mejor dicho, era la Desastrosa, la llamaría así, la Desastrosa. Lo que hacía era absurdo, sólo se podía explicar porque fuese tonta o porque quisiese joderla, quizá ambas. Sea como fuere, era insoportable, sólo pensaba en quitársela de encima. Estaba tan harta de que no le hiciera caso. Empezó a decírselo una vez más, ¿cuántas iban ya? “Eres un desastre, ¿cómo puede ser? Sí claro, tu siempre con el cuento, ‘ay, me he olvidado, ay, lo que perdido…’ ¡Joder, que no es tan difícil! Sólo de organizarse un poco; que todos lo hacen menos tú. Así no se puede ir por la vida, ¿no ves que no irás a ningún lado? ¿Quién va a querer estar contigo? ¡Espabílate!”.
Después fue el turno de la Desastrosa, quien, mientras escuchaba a la Lista, iba cayendo y hundiéndose una vez más, ¿cuántas iban ya? Se hacía pequeña, le habría gustado desaparecer y, de hecho, ya lo intentaba ya: procuraba no contestar, darle la razón,… La entendía, no había nada más lógico, y eso la hacía sentir culpable pero es que no podía evitarlo, ojalá se le pasara y cambiara un día. Mientras tanto, sólo le faltaba que ella se lo fuera machacando.
Todo aquello no era nada nuevo, sólo una vez más, pero pesaba verse en esa rueda de hámster, en repetición sin fin. Acomodada en ello, la desesperanza se alimentaba también sin fin con cada una de esas veces.
Y con esa mirada se fueron y compartieron una semana más repleta de nítidos desencuentros.

Así que, de nuevo una delante de la otra, estaban dispuestas a hacer la misma escena, como un bucle temporal en una obra de teatro. Sin embargo, no todo era igual, cada vez pesaba más y la desesperanza engordaba. Sintió un lejano revolvimiento de tripas que se tornaba en desesperación y con su energía la incomodaba en su desidia. No podía más con ese diálogo infernal, eso sí que la volvía loca. Y se quedó callada. No sabía qué otra cosa hacer pero sí sabía que no quería seguir haciendo lo de siempre; la incomodidad se había transformado en decisión aun sin saber hacia dónde ni cómo.
– Acostumbras a juzgarla, sermonearla, burlarte… ¿qué sientes cuando miras a la Desastrosa y le hablas?- le preguntó la terapeuta.
La Lista repitió algunas de esas frases tan sabidas, que ahora empezaba a detestar, para darse cuenta del sentimiento de donde brotaba todo aquel corrido de sentencias; sentía desprecio por ella y estaba rabiosa. De hecho estaba enfadada con ella pero había algo más. Siguió escuchando un tiempo. De fondo sonaba una profunda impotencia. Eso sí que no le gustó nada; ¿impotencia?, no podía ser que “no-pudiera” sin la Desastrosa, que la necesitase. Demasiado tarde, lo obvio ya había ocupado el primer plano, era tan fastidioso como cierto que la Desastrosa tenía el poder de frustrarla: si no hacía lo que ella quería, no lo hacía y punto, por más que le cantara su lista de sus deberes, razones lógicas y broncas varias. Ahora sí que estaba jodida, se sentía muy frustrada y, sobretodo, desconcertada.
La terapeuta le sugirió: “no haces más que qué hablarle de ella, de lo que tendría y no tendría que hacer. Eso ya te lo conoces y acabas de darte cuenta de a dónde te lleva, a la frustración y la impotencia. ¿Qué tal si haces algo diferente? Háblale de ti”.

¿Qué le hablara de ella? Pero si ya lo hacía… o eso creía. Lo cierto es que todas sus frases solían empezar por tú… Lo intentó con el yo… empezó. Le fue mostrando su enfado, un enfado lleno de reproches tan conocido como antiguo, hasta que al poco se encontró hablándole de aquella vez en que, lo que la Desastrosa había hecho, a ella le había dolido tanto. La rabia se empezó a humedecer con el dolor y lloró. Claro que la necesitaba, mierda, ya la había necesitado y le había fallado… Y le seguía fallando aunque al menos ahora la iba castigando.
Otra propuesta: “¿quieres pedirle algo?”.
Uff, eso ya era reconocerle que la necesitaba. ¿Y si la Desastrosa se crecía y todavía pasaba más de ella? Tenía miedo. Tras largas pausas y bufidos varios, se lo pidió con la boca pequeña. Sorprendentemente, al hacerlo y escucharse notó claramente como todo en ella decía ‘sí, eso es lo que necesito, lo quiero’; así que lo volvió a pedir, ahora con más claridad y firmeza.

La Desastrosa ya tenía preparado el batallón de frases habituales pero no encajaban con lo que acababa de suceder, con cómo le había hablado la Lista. La miró, ahora la veía más que nunca. Sostuvo con dificultades el desconcierto mientras una mezcla de emociones se hacía presente, tuvo sensación de caos. Estaba contenta porque se sentía tenida en cuenta, pero a la vez, eso mismo dejaba en evidencia todas las veces que no había sido así, cosa que la conducía al dolor y al odio; además, ahora le tocaba a ella mostrarse, intentar explicarle qué le pasaba en vez de sólo soltar la retahíla de excusas y justificaciones, y eso la asustaba. Conmovida, intentó expresar todo lo que tenía dentro.
La Lista la vio asustada y frágil, incluso faltada de recursos o con pocas ganas… pero no desastrosa.
Estaban enfadadas, dolidas y, sin embargo, se habían acercado. Tenían mucho que decirse y que sentir, había un buen camino por delante.

Empezó un tiempo de querer mirarse, de mostrar y mojarse, de intentos; también de boicots, venganzas y patinazos hacia lo de siempre. Un tiempo de saberse, de enseñarse las heridas y de llorar juntas; y de compartir necesidades e ilusiones, de descubrir opciones tras las contradicciones.

Tras varios encuentros vuelven a estar ahí, sentadas una frente a otra. Esta vez para agradecerse esfuerzos la una a la otra, para reconocer el respeto, la honestidad y el interés por el cuidado mutuo. Siguen existiendo las diferencias en cómo sienten y viven la vida pero quieren lo mismo. Y se funden en un abrazo. Hoy no están cerca, hoy son una.

 

Ruth Vila (2009)

Maltrato íntimo

Nos maltratamos. Lo hacemos unos a otros y no sólo en base al género. Es obvio que cualquier excusa es válida si uno tiene la intención de maltratar: la edad, la incapacidad, la religión, la clase social, la nacionalidad… En definitiva, cualquier diferencia que no toleremos vale.

Pero yo me refiero a otro maltrato, mucho más extendido. A aquel que se da en el silencio de la soledad. A cómo nos maltratamos a nosotros mismos. Acostumbramos a decirlo muy suavizadamente: “tengo la autoestima baja”. Dicho así, como si hablase sólo la parte de nosotros que lo recibe, podemos despertar ternura, empatía o ganes de ayuda por parte de los demás y, evidentemente, no suena a “malo”. Claro, para eso sirven los eufemismos, para mantenernos no-tocados por alguna cosa que nos resulta amenazadora.En este caso, se trata de hacer ver que aquel quien hace el maltrato no somos nosotros. Pero, al alejar este hecho de la conciencia, también nos alejamos de la posibilidad de plantearnos si nos está bien, sies lo que queremos. Una vez más, la conciencia es la puerta a la libertad.

Así que mejor sin eufemismos: nos maltratamos. Y sabemos hacerlo de muchas formas, si bien cada uno tiene preferencia o facilidad por algunas de ellas. Quizá alguna os resulte familiar: podemos exigirnos, aplazar las necesidades continuamente, insultarnos directamente, no valorar nuestro criterio frente al de los demás, burlarnos, despreciarnos, mandarnos callar, obligarnos a permanecer en lugares donde no queremos estar, no escucharnos realmente, agredirnos físicamente, etc. Nos lo hacemos, principalmente, a través de las frases que nos decimos –y repetimos hasta la saciedad- al hablarnos pero, sobretodo, con el tono con que nos las expresamos. Es éste el que refleja fielmente la actitud con que nos relacionamos con nosotros mismos. A menudo, intentamos una excusa fácil: “es que es verdad esto que me digo” pero, ¿desde cuándo tener la razón da derecho a tratar mal a quien no la tiene?

Los humanos tenemos conciencia. Es un don inevitable que nos da la capacidad de mirarnos a nosotros mismos, de que nos pasen cosas al vernos y de relacionarnos con nosotros mismos. Ahora bien, la forma de mirarnos y de relacionarnos es algo que aprendemos, básicamente durante la infancia. Nos vemos y nos tratamos como nos han mirado y tratado.Evidentemente, no sólo aprendemos a tratarnos insanamente sino también a apoyarnos, cuidarnos, ayudarnos… querernos, en definitiva. Sino no estaríamos vivos. Cuando no sabemos hacer esto frente a determinadas situaciones y vivencias es cuando utilizamos la salida del maltrato. Por suerte, seguimos aprendiendo durante toda la vida, de modo que podemos revisar y readaptar nuestra relación interna según nuestro momento y criterios actuales; es decir, transformarla.

Y ¿qué maltratamos? Pues todos aquellos aspectos de nosotros mismos que no nos gustan y que los vivimos como peligrosos (harán que no nos quieran, que nos ataquen, que nos quedemos solos,…). No podemos escoger lo que sentimos, pensamos o notamos físicamente en una situación, tanto si nos gusta como si no, pero sí podemos escoger qué hacer con eso que hemos vivido. Y cuando elegimos maltratarnos, intentando en esencia anular esta vivencia, eliminar esta parte de nosotros mismos, nos quedamos en un punto muerto ya que obviamente –o no tanto- no podemos “recortarnos” un trozo, somos un todo. Intentar un imposible no es una opción demasiado fructífera, ahora, entretiene muchísimo y no deja de ser una acción más superficial y a corto plazo (que requiere menos energías y da una cierta calma con rapidez) que plantearnos “¿cómo es que estoy sintiendo esto? ¿Qué necesito? ¿Cómo es que pienso que es malo? ¿Cuál es el peligro? Y ahora, ¿es realmente así de peligroso? ¿Qué quiero hacer?”.

Nada de lo que sentimos es “malo”. Según qué hagamos con ello podemos hacer mal y hacernos mal. Trabajar la relación con nosotros mismos y los conflictos que tenemos con algunos de nuestros aspectos hace posible integrarnos en lugar de dividirnos a fuerza de peleas e intentos de anulación; y ya lo dicen, la unión hace la fuerza. Aquello que antes era un lastre se convierte en una ayuda.

¿Qué elegís?

Ruth Vila (2007)

 

 

Desencuentros

Cuando más mal me he hecho a mi misma, cuando más mal he hecho al otro ha sido al obligarme a estar en un encuentro por no querer afrontar y sostener el dolor y la frustración del desencuentro con el otro. Y, en la consulta, me encuentro demasiado a menudo con la dificultad de las personas para aceptar que no se está dando un encuentro que querían, sufriendo mientras continúan aferrándose a una situación insatisfactoria.

Fritz Perls decía:

“Yo soy responsable de mi vida y tú eres responsable de la tuya.
Yo hago mis cosas y tú haces las tuyas.
No estoy en este mundo para llenar tus expectativas;
y tú no estás en este mundo para llenar las mías.
Tú eres tú y yo soy yo.
Y, si por casualidad nos encontramos, es hermoso.
Si no, no puede remediarse.”

En el devenir de la vida hay encuentros. Se dan cuando aquello que queremos del otro coincide, aquí y ahora, con lo que el otro quiere de nosotros. Son momentos de comunión en que sentimos el placer y la plenitud de la satisfacción.

Pero no siempre es así. A veces nos encontramos en desacuerdo con el otro, ya sea en el planteamiento global, al concretar aspectos más parciales o porque frente al aquí y ahora hay un allí o después. Esta imposibilidad de encontrarnos es lo que llamo desencuentro .

Gracias a nuestra capacidad innata para buscar nuestro equilibrio, la frustración que resulta de un desencuentro contiene en si misma lo que necesitamos para digerirlo e integrarlo. Sólo hace falta que dejemos hacer el proceso espontáneamente, dejarnos sentir la vivencia del desencuentro. A su tiempo la rabia irá dejando paso a la pena, necesaria para despedirnos de aquello que queríamos y no tenemos y concluir así la situación. Sigue un impass después del cual podremos darnos cuenta y hacernos cargo de otras necesidades que quedaban en segundo plano o han surgido nuevas.

No es fácil. El estado de frustración es esencialmente desagradable. Estar frustrado pasa por estar “mal” y consiste en tener pensamientos pesimistas o violentos o catastróficos o desesperanzados; sentirse rabioso, triste o dolido o… un poco de todo; acompañado de sensaciones corporales angustiosas, inquietantes, tensas, etc. Pero no es gratuito. Gracias a ello somos conscientes experiencialmente de que hemos quedado insatisfechos. Tenemos un trabajo que hacer: revisar y actualizar la necesidad no resuelta y, si todavía está viva, buscar una nueva vía para satisfacerla; y el malestar es la fuente de energía para llevarla a cabo. La intensidad de todo ello es proporcional al grado de necesidad.

A veces, cuando renunciar a las expectativas nos genera conflicto y/o tememos el desagrado de la frustración, surge la tentación de escaquearnos. Optamos entonces por no frustrarnos… o, mejor dicho, por hacerlo ver. Hay múltiples formas de amortecer la vivencia: quitarle importancia, despreciarla, tensar todo el cuerpo ara no notarla, atribuirla a otra situación, aplazar el ocuparnos de ella… Y, si el riesgo de frustración es muy intenso, siempre podemos negar rontundamente que se haya dado. La negación es una medida realmente efectiva. Tiene el pequeño inconveniente de que, siendo tan drástica, implica más ruptura interna y su mantenimiento es muy costoso pero es cuestión de esforzarse. En esto del autoengaño podemos hacer verdaderas filigranas.

El resultado: calmamos de forma inmediata la ansiedad que sentimos frente al desencuentro manteniendo un contacto aparente con el otro, mientras la necesidad insatisfecha sigue allí, ahora más tapada. A momentos, especialmente cuando nos paramos y todo queda en silencio, oímos el murmullo de su presencia por lo que será mejor no quedarse quieto a solas con uno mismo. Así vamos alimentando un vacío y una soledad interiores que crecen de forma larvada. Y, si mantenemos esto durante suficiente tiempo, puede que incluso consigamos olvidar que todo era un autoengaño. Es entonces cuando empieza la confusión y nos sentimos perdidos sin saber qué buscamos. Estamos vacíos y desorientados pero, lo que importa, frustrados no. Y llegamos al final de la historia. O sea, que para no sufrir por la frustración acabamos sufriendo por el vacío, la confusión y la insatisfacción. Esto es lo que se llama un buen negocio.

Para los que llegamos a la conclusión de que no lo es, salir de ahí empieza por decidir que ya tenemos suficiente del sufrimiento actual y, tal como hizo Teseo en el laberinto del Minotauro, ir estirando el hilo. El del vacío y la soledad en este caso que, si bien no sabemos en concreto dónde nos llevarán, sí sabemos con certeza que conducen al centro del ovillo, donde se gestó el laberinto en que nos encontramos perdidos hoy. Una vez en el núcleo encontramos aquella frustración de la que huíamos. Hace falta darle el espacio que requiere para hacer su proceso. A veces esta frustración puede hacer resonar otras que no estén bien resueltas, situándonos así frente a una nueva oportunidad para su conclusión y asimilación. Y, si nos resistíamos a asumir el desencuentro, era por miedo: así que también nos lo encontraremos. Sale de la creencia fantaseada de que aquello que evitamos es ¡terrible y que acabará con nosotros!, que no podremos sostenerlo. La realidad, si bien dolorosa, nunca es tan cruda como la fantasía dado que esta ha ido creciendo, distorsionándose y degradándose con el tiempo.

Pero sobretodo quiero destacar que de lo que no nos habla esta fantasía catastrófica es del sentimiento de que todo está donde toca, de la paz interior que acompaña al dolor y la frustración. Al principio más en segundo término para acabar, cuando el dolor y la frustración se van, llenándonos por dentro y deshaciendo la parte de vacío que nosotros mismos habíamos estado generando mientras huíamos. El otro vacío que queda es aquel impass del que hablaba antes, el espacio para que surja una nueva necesidad de encuentro. Además, toda la energía que invertíamos en mantener el autoengaño se libera, quedando a nuestra disposición para emprender nuevos proyectos.

“Si no, no puede remediarse”.

Sólo aceptar y dejarme sentir la existencia de los desencuentros en mi vida me ha permitido percibir el valor de los encuentros en su verdadera medida y disfrutarlos, como los pequeños o grandes tesoros que son.

Ruth Vila (2004)

Descubriendo la sopa de ajo

Ahora hace ya unos 12 años que voy trabajando en mi proceso de crecimiento personal, tanto a través de las sesiones individuales, como de la formación de terapeuta, como acompañando a otros en su proceso. Y, en cierta forma, no puedo decir que haya aprendido nada nuevo. Me explico.

El camino ha sido y sigue siendo todo un hallazgo para la Ruth de hace años y para la de ahora. Y mi vivencia es la de estar descubriendo rasgos y dinámicas de mi misma que me ayudan a transformar mi vida. Más allá del aspecto concreto de cada novedad, me doy cuenta de que, en esencia, aprendo: a respirar, a conectarme con el cuerpo y notarlo, a escucharme a nivel emocional (es decir, a identificar qué estoy viviendo); a respetarlo, hacerme cargo y ver qué es lo que necesito; y a hacer lo que esté en mis manos para satisfacer esta necesidad (sin esforzarme en aquello que no depende de mí), asumiendo las consecuencias de todo ello. Estar en contacto con uno mismo a la vez que con el entorno y relacionarse fluidamente en el aquí y ahora. Simple y potente, como la mayoría de las cosas verdaderamente esenciales en la vida.

Lo que acabo de decir con mis palabras que voy aprendiendo, F. Perls lo llama autorregulación organísmica. Este concepto se basa en el hecho de que el equilibrio entre un organismo y el entorno es la esencia de la supervivencia y, por lo tanto, salud. Que la búsqueda de esta homeostasis rige toda la vida es más evidente en el caso de los organismos unicelulares, pero igualmente determinante en los pluricelulares como nosotros, si bien la concreción de esta dinámica es más compleja. Nosotros alcanzamos el equilibrio satisfaciendo nuestras necesidades (fisiológicas y psicológicas) interactuando con el medio mediante nuestra conducta.

La autorregulación organísmica es la capacidad de detectar y organizar estas necesidades así como nuestra conducta para contactar con el entorno y satisfacerlas. Cada necesidad que emerge lleva inherente la energía que requerimos para pasar a la acción cara a resolverla. Pero, a pesar de que emergen diversas simultáneamente, no podemos atender adecuadamente más de una a la vez. Hace falta pues un criterio para priorizarlas que es el de supervivencia dominante: la necesidad que sea más indispensable para la supervivencia de forma inmediata se antepone a las otras, que quedarán en segundo término hasta que la primordial sea satisfecha, momento en el cual se actualiza el orden. Y así sucesivamente.

Dado que el entorno está en cambio continuo, el proceso de mantener el equilibrio respecto a él debe ser también continuamente variable, haciéndose indispensable la creatividad adaptativa. Tal como yo lo veo, éste es el resultado (por ahora) de millones de años de nuestra evolución adaptativa, fruto de la interacción entre nuestra especie y el mundo en que vivimos.

La persona incapaz de adaptar sus recursos para interactuar con lo que la rodea de forma efectiva no satisface sus necesidades y, si se mantiene el desequilibrio durante un tiempo prolongado, enferma. No vive de una forma verdaderamente creativa sino más bien determinada por automáticos -que a menudo ya no sabe de dónde provienen- que, precisamente por automáticos, no se corresponden con el verdadero resultado de aplicar el criterio de supervivencia dominante a cada situación específica. La consecuencia es una vitalidad mediocre en medio de una desorientación general (no sabe qué quiere ni, por tanto, como conseguirlo). Es lo que llamamos neurosis. Así pues, las dificultades y confusiones más o menos crónicas con que todos nos encontramos a la hora de llevar a cabo este proceso son el reflejo de nuestro grado de neurosis.

Este proceso, que era y es para mi un gran aprendizaje, tampoco me parece muy frecuente en las personas de mi alrededor… y, a mi parecer, es una carencia profunda y generalizada en nuestra cultura occidental (que paradójicamente llamamos desarrollada, avanzada, etc.). En cambio sí lo he encontrado en personas de otras culturas (las mal llamadas «subdesarrolladas»), en reflexiones filosóficas de hace muchos siglos (raíces de nuestra cultura) y, de hecho… en cualquier bebé.

Llegados a este punto, parece que como cultura hemos perdido algo esencial para nuestra supervivencia a largo plazo. Pero el caso de los bebés me parece especialmente confrontativo para cualquiera de nosotros dado que ¡todos hemos sido bebés! Esto que «aprendo» ya era una capacidad innata en mi de la cual disfruté aunque no lo recuerde. Es a partir de aquí que entiendo la neurosis como una forma de olvido.

Si bien en parte el olvido es «heredado» y se nos ha transmitido culturalmente, hay otra que es individual y responsabilidad de cada uno de nosotros… Por suerte, porque quiere decir que está en nuestras manos poder re-aprender a vivir.

Me parece de vital importancia que comprendamos que, si la autorregulación organísmica es sinónimo de salud y supervivencia, su disfunción, interrupción o inoperancia es sinónimo de enfermedad y, en última instancia, de muerte.

Ruth Vila (2003)

Límites ¡Bendita frustración!

De la angustia de la desintegración al sentido de la vida

Hoy en día, nos hallamos inmersos en una crisis de aquellos valores que anteriormente pautaban nuestras vidas (religión, familia, política…) y, paralelamente, cada vez hay más personas que «buscan» llenar ese vacío de forma más o menos sana (conductas de alto riesgo, adictivas, religiones y filosofías exóticas, etc.). He ido observando cómo nuestra sociedad alimenta dicha crisis mediante la creencia subyacente de que los valores limitan a la persona y de que los límites son perjudiciales por coartar la libertad. Como si los límites pudiesen no existir… O, mejor dicho, como si nosotros pudiésemos existir sin límites.

Imaginemos un cuadrado. Sus límites serían sus lados: esos que «no le dejan» ser ni más grande, ni una circunferencia, ni un rectángulo. Imaginemos que, para «liberarle», le quitamos los lados. ¿Dónde está el cuadrado? Ya no hay diferencia entre él y el resto del espacio. Los límites delimitan un contenido, diferenciándolo del entorno y dotándolo de una entidad propia y específica. Son, por tanto, no sólo necesarios sino inherentes a la existencia misma. En el caso de los organismos, no existe ningún ser sin membrana (nuestra piel) que lo distinga del resto del mundo.

Esta relación entre límites y existencia se da igual a nivel psíquico que a nivel físico. La identidad propia (quién soy yo y qué sentido tiene mi vida) se construye en base a unos determinados valores, creencias, gustos… que limitan a la vez que crean un espacio emocional-intelectual con el cual identificarse.

Dicho proceso de construcción se inicia al nacer, siendo la infancia una etapa clave durante la cual el niño incorpora del entorno, intensa e indiscriminadamente, todas esas pautas que serán los cimientos sobre los cuales crecerá y madurará.

Los padres son la principal fuente de dichos elementos, sean conscientes de ello o no, por lo que su papel es fundamental en el desarrollo psíquico del hijo. Si los límites son excesivos, abusivos o se imponen rígidamente (confundiendo autoridad -necesaria- con autoritarismo -dañino-), repercutirá en privar al niño del suficiente espacio interior para desarrollar su creatividad vital, que es esencial para una sana adaptación al entorno. Este exceso es el más conocido en nuestra cultura por su predominio en generaciones recientes.

En cambio, lo no tan sabido e igualmente peligroso para la salud psíquica es el polo opuesto. En un niño falto de límites (escasos o endebles), bajo la efímera satisfacción de muchos de sus deseos, se irá generando una profunda angustia por la falta de elementos sólidos que le sirvan de apoyo y lo contengan en la construcción de sí mismo. Sus conductas serán cada vez más radicales en la compulsiva búsqueda del límite que calme dicha angustia y lo sostenga.

Así pues, con cada límite claro y sostenido, los padres aportan (metafóricamente) suelo, paredes y techo al hijo con los que construirse un espacio interno. Su función no es que pueda vivir plenamente en él, necesitará del entorno para desarrollarse; así que tan vital es que pueda salir de él como que pueda regresar a refugiarse cuando lo necesite.

Por último, es esencial tener en cuenta que la capacidad de poner un límite y mantenerlo frente a la frustración del otro depende directamente de la propia capacidad de la persona de tolerar la frustración. Por ello, cuanto mejor puedan los padres asimilar sus frustraciones, más capaces serán de establecer los límites de forma adecuada y acompañar al niño en las suyas, favoreciendo su desarrollo y maduración.

Ruth Vila (2001)