Entre el socorro y la desconfianza

¡SOCORRO! «Sufro, no me aclaro, no sé salir de esta situación que vivo como una cárcel». «Me siento hundido en la miseria». «No duermo». «Hace demasiado tiempo que me veo haciendo equilibrios para no explotar a cada momento». «No se sostener una relación íntima más allá de dos meses y me empieza a preocupar». «Se me repiten las crisis de angustia». Éstas, y tantas otras, son expresiones de quien acude a nuestra consulta en busca de ayuda. Algunas personas usan el tono de ¡socorro! Otras, dudan que puedan ser ayudadas por alguien. Cabe señalar que la manera de hacer la demanda forma parte de la estructura de carácter de quien la realiza.

Toda crisis es una oportunidad de crecimiento. Las crisis suponen la rotura de sistemas defensivos que, si no intentamos huir de la angustia que generan, nos brindan la ocasión de entrar en contacto con otras dimensiones del mundo interno, hasta el momento desconocidas o incluso rechazadas. Las cuales orientan nuestro vivir -nuestro estar en el mundo- y son parte activa en la sintomatología y el mal estar psíquico. Cuando una persona inicia la terapia en plena crisis tiene la ventaja de que acude con varias grietas abiertas.

El ¡socorro!, tanto en situación de crisis como en situaciones donde un mal estar antiguo se hace insostenible, contiene un gesto de apertura que va a facilitar, si está asentado en la confianza en el terapeuta, el desarrollo del tratamiento. Sin embargo ello no es así cuando este «socorro» es fruto de una actitud donde el paciente básicamente espera que el terapeuta se haga cargo de él y/o le quite el mal. Ésta es una actitud cerrada, como lo es la de la desconfianza.

La desconfianza es una posición de cerrazón donde el otro, la figura genérica del terapeuta, no tiene credibilidad. En última instancia la desconfianza es hacia uno mismo y hacia la vida de la que somos parte integrante. En muchas ocasiones la posición desconfiada, así como la anterior, están asentadas en un funcionamiento narcisista. Desde el que tendemos a pensar que el bienestar radica en el control o la eliminación de la enfermedad, del dolor o del sin sentido, obviando que ellos forman parte de la vida y que son ocasiones de aprendizaje.

Desde nuestro sistema de trabajo podemos ayudar a quien de alguna manera comparte la perspectiva de que el conflicto y el malestar que lo traen a consulta son la expresión -o la cristalización en forma de síntoma- de aspectos internos no conscientes, de conflictos no resueltos y de actitudes que no puede dejar de repetir. En definitiva, prosigue un proceso terapéutico quien está interesado en mirar de cara a sus propios fantasmas apostando por la aventura de reconocer y de ocuparse de lo que es propio.

Es un recorrido que conduce a la salud en la medida en que el paciente va separándose de los deseos supuestos (triunfos profesionales, familia ideal…) y de las obligaciones impuestas, identificando donde y cuando se los y las tragó. Requiere darse espacio a sí mismo para reconocer y asumir las propias necesidades y los propios deseos -algunos de los cuales de entrada aparecen como inconfesables. Este reconocimiento implica apertura a la experiencia interna. Requiere por ejemplo, atender cómo vivo esto o aquello en concreto, en lugar de buscar cómo se supone que me tendría que afectar. Implica también no escondernos ante los efectos de nuestros actos.

Muchos enfoques terapéuticos -y más aún los que damos valor a la expresión emocional- podemos facilitar la posición egótica del paciente. Me refiero a ese «me apetece», «me lo merezco» o «ahora me toca a mí», cuando no está asentado en el compromiso con uno mismo y con las interacciones que uno establece sino que más bien está organizado sobre el escapismo y el poco interés en aprender realmente de la vida y de uno mismo. En varios casos esta posición egótica es incluso necesaria como etapa, pero requiere su superación para proseguir el proceso de curación.

Así es que este «socorro» o esta «desconfianza» no encontrará vía de salida si se pretende la «curación» que a uno lo salve de reconocer los propios huecos y límites y los propios impulsos; y le ahorre la entrega, el riesgo y el compromiso que supone el desarrollo del proceso terapéutico ..

Cristina Nadal (2002)

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