Libertad

Érase una vez una niña pequeña, tendría unos cinco o siete años. Vivía sola en el bosque, salvaje, vigilante y a oscuras. Un poco como los lobos en su guarida. Su vida consistía en eso que los humanos llaman sobrevivencia. Vagaba por los senderos, aullaba a la luna, comía los restos de animales muertos que otras fieras de distinta especie habían dejado tirados.

Un día empezó a preguntarse quién era. No había encontrado a nadie como ella ni que se le pareciera un poco, excepto ese reflejo en el lago de su misma cara y su sonrisa, que se desvanecía apenas movía un poco las aguas. Se sentía un poco hermana de los árboles e incluso de las piedras, pero ella ¿quién era?. La pregunta, tan nueva, trajo consigo nuevas preguntas, como una semilla que diera sus frutos

¿cómo he llegado hasta aquí?

¿por qué no encuentro a nadie como yo, igual que veo tantos lobos, hormigas, aves?

En fin, que poco a poco se acostumbró a hacerse preguntas y con ellas empezó a sonarle una voz diferente, como más ronca o más honda. Extrañada, se quedó escuchándola. Y así sintió, por primera vez, una canción. Era como el murmullo encadenado del viento, el gotear de alguna fuente… y su respiración. Vigilaba menos, escuchaba más y ahora comenzaba a cantar

ta…ta…ta…sa…sa…sa…¿dónde estoy? soy sooy ¿quién?

¿hay alguien ahí o será mi soledad eterna?

Su guarida empezó a hacérsele pequeña, quizá por efecto de las preguntas. Ella era más larga, había crecido. ¿Cuánto tiempo había pasado? Ni idea. Y esta pregunta…¿era suya o del que cuenta la historia? Pero sí, parecía que despuntaba en ella una nueva dimensión -el Tiempo- y que esta pregunta venía de su nueva voz.

Su mirada se hacía más amplia, mucho más, y como en un vuelo de pájaro abarcó la anchura espaciosa -¿sin fin?- de las copas de los árboles y el gran cielo azul. Se quedó extasiada, como un ser humano que viera por primera vez el mar y despertara de un sueño quizá real. Y entonces pensó si acaso se trataba de un sueño dentro de otro sueño, cómo, si no, había alcanzado aquella visión. A partir de aquel día empezó a mirar hacia arriba, más allá de la luna, y vio en algún claro del bosque azules que nunca había visto, una negrura más honda e infinidad de estrellas.

El bosque, tan grande como era, se le hacía pequeño. Sentía una nostalgia que nunca había sentido, sin saber de qué, sin tener noción de qué había perdido. Pero su corazón aleteaba y soñaba con salir y volar. Ya no le bastaba con hacer igual que un animal, ni con los árboles ni las piedras.

Un día resolvió echarse a caminar, con sólo una idea clara: quería salir del bosque. Había crecido, una nueva fuerza la acompañaba. Y la dirección, el timón fijo para no perderse en rodeos, se la marcaba la presencia casi constante de la Estrella del Sol Poniente. Había partido sin saber más que lo que dejaba y persiguiendo, quizá, otro sueño. Por primera vez, dudaba.

Caminó durante treinta días y treinta noches, descansando entre la maleza, con la única constante de la Estrella y el pesar anhelante de su corazón. Y un atardecer, en sueños, tuvo otra visión. Soñó con un claro en el bosque, un gran lago de limpias aguas y un ciervo al pie de un árbol de tronco enorme. Cuando despertó, sintió que tenía que caminar sobre sus pasos, en dirección contraria a la Estrella del Sol Poniente y luego girar a la derecha. Volvió a sonar su voz, esta vez como una fiera, con la rabia del que no está dispuesto a abandonar.

En su caminar no tenía más guía que esa fiereza recién nacida y más palpable que cuando vivía entre las fieras. En más de una ocasión se sintió morir: le parecía insoportable no saber si el sueño que perseguía era cierto. Y un día, cansada de su búsqueda, se quedó acurrucada junto a una roca, dispuesta a renunciar, dormida. Su soledad también le pesaba. Al despertar, vio el ciervo de gran cabeza, que la miraba, justo encima de su cara.

Quiso tocarlo y el ciervo salió huyendo. Ella echó a correr tras él, pero pronto lo perdió de vista. No por eso dejó de correr ni de husmear su rastro. Cuando se dio cuenta, el bosque había clareado y frenó en seco su carrera al toparse de lleno con el mar azul. En el mar, como una mota de polvo en el espacio, había una barca y en la barca, un hombre que pescaba. Justo bajo sus pies, comenzaba una bajada escarpada que la llevaría directamente a la playa.

Inés Martínez (2001)

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