Gestalt, gestaltismo y gestaltitis

Uno de los momentos más peculiares en todo proceso terapéutico que me ha tocado vivir tiene lugar durante la entrevista, ese primer encuentro entre terapeuta y paciente, tan inevitable como imprescindible y de cuyo desarrollo resulta, entre otras cosas, si va a haber proceso o no. Y, más concretamente, me estoy refiriendo al momento en el que, como gestaltista, intento hacerle llegar a la persona que tengo delante qué es eso de la gestalt, nombre de una escuela de terapia bajo cuyo paraguas, sin embargo parecen tener cabida, cada vez más, tantas y tantas distintas maneras de trabajar.

Y es que, definir la gestalt como un modelo de trabajo, es una tarea harto difícil. Dicen los taoístas que el Tao que puede ser nombrado no es el verdadero Tao. Y, salvando las distancias, algo así parece ocurrir con la gestalt. No por nada me enamoré de la gestalt cuando creí ver en ella una modesta versión del Tao accesible a occidentales…

Así las cosas, no es raro que a cada futurible paciente le explique algo diferente, para asombro mío, pues hasta que abro la boca no sé que es lo que diré esta vez. Y es que, permítanme plantear que, en realidad, los gestaltistas no hacemos gestalt, ¡que más quisiéramos nosotros!

¿Y qué hacemos entonces? Digamos que aproximarnos, tender a ello, como mucho, por lo que la palabra gestaltismo parece más apropiada para referirnos a eso que los gestaltistas sí hacemos. Eso sí, cada uno el suyo, cada uno a su manera, pues la gestalt nos empuja a ser el terapeuta que somos más que el terapeuta que quisiéramos ser. Si a esto le unimos que la propia gestalt tiene vocación integradora, resulta inevitable encontrarnos sumidos en un mar de maneras de hacer tan diferentes que parece mentira que pretendamos denominarlas a todas con un adjetivo común. Y así, tenemos mi gestaltismo de hoy que es diferente de mi gestaltismo del año pasado, que también es diferente del de mi terapeuta, que es diferente del de aquel que fue su maestro y así, hasta remontarnos al propio Perls, el creador de nuestra escuela, de quien creímos aprender la gestalt a pesar de que de él no vimos más que su peculiar modo de hacer, es decir, su gestaltismo particular.

¿Entonces, hay gestaltismos mejores que otros? Imagino que sí, igual que hay terapeutas mejores que otros. Pero, personalmente, no creo que la diferencia esté tanto en las técnicas como en la capacidad de mantener una mirada honesta al presente, lo que incluye el propio cambio, y en la renuncia al acomodo en técnicas geniales o grandes verdades por más que una vez nos fueran útiles. El gestaltismo acomodado pronto se convierte en doctrina que, en lugar de liberar, cae como una losa y, cuando eso ocurre (porque ocurre), más merece ser denominado con esa otra terminación que los médicos reservan para cuando un tejido se inflama, véase gestaltitis. Y de esto tenemos, como en tantos otros oficios, cada vez más ejemplos a nuestro alrededor.

Así que al gestaltista no le queda otra que revisar una y otra vez su propia manera de estar y de hacer. La gestalt es entonces una referencia, un faro que nos guía o nos alerta, un camino que se recorre pero que no acaba nunca. Y es compromiso fundamental del gestaltista mantenerse activamente en este camino, siempre inacabado, siempre en revisión, siempre en crecimiento.

Pues por más que haya técnicas bien establecidas en el quehacer gestáltico, como la silla vacía, o conceptos geniales heredados de la filosofía, como las polaridades, la gestalt es, ante todo, una actitud ante la vida, una manera de mirar, de ser y de estar presentes que va mucho más allá de una terapia, para instalarse en nuestra vida cotidiana. Y si algo de esta esencia es transmitida al paciente a lo largo del proceso nos podemos dar por más que satisfechos. Lo demás, sólo son conejos sacados de la chistera.

David Magriñá (abril 2012)

¿Qué tiene la libertad que no tenga yo?

«El contacto sólo puede existir entre seres separados,que siempre necesitan independencia y siempre se arriesgan a quedar cautivos en la unión»
Polster

Crecemos oscilando entre el apego, la pertenencia (a una familia, un grupo) y la individuación y separación. Pasamos gradualmente de una dependencia temprana a la independencia y autonomía de la adultez. Necesitamos del contacto con los otr@s, del amor, de vínculos significativos que construimos y nos construyen. Nos movemos entre el contacto y la retirada que es el ritmo espontáneo del organismo. El primer vínculo importante fue con la madre, un vínculo simbiótico y como plantea la teoría vincular buscaremos en los nuevos vínculos alcanzar la «ilusión» de completud. He aquí la paradoja: pasamos de querer separarnos y ser libres a querer unirnos y así todo el tiempo.

Hablemos de la pareja, vínculo que aparece en la terapia, algunas veces por el deseo de contacto, la búsqueda de amor («¡Quiero enamorarme!», «No encuentro alguien con quien compartir», «Me cuesta entrar en intimidad»), otras por la dificultad de estar en pareja («Siento que me pierdo», «No sé poner límites», «Siempre estamos en conflicto», «Es como si no l@ conociera») o por el dolor que supone atravesar la ruptura o transitar los cambios que provoca la separación.

Desde la Gestalt vemos que en el enamoramiento surge lo que llamamos «confluencia», cuando percibimos solo las similitudes entre ambos, lo común, al tiempo que negamos e ignoramos las diferencias. En su aspecto sano permite trascender nuestros propios límites, favorece la empatía y es la base de la intimidad, mientras que en su aspecto insano, nos funde con el otro y sentimos que «nos perdemos». No hay contacto ni retirada.

Para construir un vínculo amoroso estamos dispuestos a ver lo que nos une, lo que es semejante a nosotros , para construir un proyecto común. Hacemos alianzas inconscientes; un pacto narcisista y un pacto de denegación: dejamos fuera , negando, lo que pueda amenazar al vínculo y tenemos la ilusión de transformar lo desconocido de la pareja en conocido, en semejante , y así poder pasar de la incertidumbre del encuentro a una zona compartida y conocida. Se crea una estructura estable pero cambiante, que, en la Teoría Vincular, llamamos Zócalo Inconsciente de la Pareja. Está compuesto por los códigos de cada integrante de la pareja, de sus ideas sobre las relaciones y el amor, de las formas de vincularse más tempranas, de modelos parentales y sociales. Determinará la modalidad de la relación siendo una síntesis de los códigos individuales, un espacio inter-subjetivo, delimitando lo que entra y lo que queda fuera de la pareja, lo aceptado y lo que no, creando inconscientemente un Nosotros.

¿Qué sucede cuando hay fisuras en el Nosotros? Las roturas en el zócalo de la pareja generan transformaciones en el vínculo: crecimiento vincular o síntoma y sufrimiento. Podemos quedar atrapad@s dependiendo de un vínculo que ya no es «el que era» o podemos transitar el conflicto y/o la decepción. Salir de la confluencia, de lo indiferenciado, y retirarnos para vernos, «a mí» y «al otr@», como diferentes y reales, dando lugar a una nueva construcción vincular y, quizás, volver a ser dos en contacto y libres. Amorosamente. «La incapacidad de amar, y más en general, la incapacidad de relacionarse verdaderamente con personas reales, es cuando las sustituimos imperceptiblemente por encarnaciones de los propios fantasmas, y proyecciones personales, disfrazadas» (A. Rams). Propongo mirar lo negado y los propios fantasmas, observar lo proyectado, diferenciar qué es mío y qué es de la otra persona. Poniendo consciencia, viendo cómo transito las polaridades dependencia-independencia y cómo me manejo en el contacto y la retirada. Aprovechar la crisis para ver qué traigo a la relación, qué repito, qué es lo que no puedo ver de la pareja y particularmente de mi mism@. Abriéndome a lo novedoso y al contacto.

Alejandra Sosa Chaparro (Mayo 2012)

De mudo a ciego

Hasta hace unas semanas sufría un extraño fenómeno de mudez: me era imposible pronunciar una frase acerca de sentimientos, de necesidades o gustos cuando esta se refería a mí. Tal dificultad me martirizó toda mi vida, sufrí burlas y mi vida social fue una ruina. En la adolescencia era el perfecto bicho raro. Me era imposible decir ni tan siquiera «Tengo calor» o «Qué rica comida». Es más, ante una pregunta tan simple como «¿Te gustó la película?» no podía contestar un simple «Sí» Lo solventaba con expresiones absolutamente fuera de lugar. La maestra me preguntaba «¿Has estudiado?» mi respuesta podía ser «Hoy hace sol». Si alguno de los pocos amigos de que pude disfrutar en cortos espacios de tiempo me proponía salir, respondía: «Los ríos tienen afluentes».

Hace unos años mi vida cambió. Fue en la boda de mi hermana. Bebí más de la cuenta y después, un poco ebrio, estuve bailando con una amiga suya. Ya de madrugada me propuso que la acompañara, sin tiempo para responder me cogió de la mano, me condujo a su coche y me llevo a su casa. Allí me susurró: «Hagamos el amor». Asustado, atiné a responder «El suelo es de parquet» Me miró sorprendida pero no por eso dejamos de ir a la cama. Yo seguía con mi mutismo imposible; en el momento del orgasmo no pude contenerme y musité «Esta cama es de pino». Concha, así se llama, tuvo el suyo tronchándose de risa, por suerte. Así perdí mi virginidad y empezó nuestra relación. Mi mudez no fue impedimento alguno, al contrario: a Concha le hechizaba. Y pasando el tiempo ella se contagió y al final enmudeció exactamente como yo. Entre nosotros se daban diálogos surrealistas. A todo ello, conviene señalar que la intimidad, la confianza y el conocimiento obraron un pequeño milagro. Ya que a pesar de lo alejadas que las conversaciones estaban de nuestros sentimientos, nos entendíamos con suma facilidad.

Hace unas semanas me llamó al móvil. Dijo: «Acaba de pasar un camión de bomberos». «Se acerca la primavera» contesté. En cuanto pude fui veloz a casa. Me abrió la puerta vestida con su conjunto de encaje rojo, tal como yo esperaba. Nos abrazamos y al besarnos me escuché decirle: «Me encantas…», no sé cual resorte lo indujo. Increíble. Me quedé transpuesto mientras ella me miraba asombrada. Y acto seguido me explotó un chorro de palabras: «Te amo mi vida, te amo. Tienes unos ojos preciosos…». Era como un río desbordado. Concha emocionada me respondía a modo de cuña cuando yo recuperaba el aliento, y me decía cosas tales como «El Volga es un río caudaloso», «La luz de la luna se ondula en el mar», «En Holanda se cultivan tulipanes de todos los colores».

Sobrevino un silencio colmado y delicado; le propuse ir a pasear, qué placer decirle «Me apetece pasear contigo». Respondió: «Las hojas de los árboles se mecen al viento». Ya en la calle, y con infinito cariño, le señalé que conviene expresar nuestros sentimientos «Creo que es lo más hermoso» dictaminé. Le rogué que hiciera un esfuerzo. Le mostré mi necesidad: «Dime cómo te sientes, mi amor». Reposó en mí su profunda mirada y dijo «¡Cuánta agua hay en el mar!». «Concha -le contesté suavemente- necesito saber tus sentimientos». Empezó a llorar… «Eso, ¿qué sientes?». «En el polo norte pueden llegar a más de 40 grados bajo cero» me respondió. Me callé. Me sentí frustrado y un poco enfadado.

Cada vez que le he insistido en la importancia de la comunicación, los sentimientos y su expresión, llora, se enfada y me responde con evasivas «El agua de lluvia se encharca», Con obviedades «¡Los amantes se aman!» Me desespera. Hoy corté la relación. Insistí nuevamente en sus carencias y le expresé mi sentir. Le supliqué. Se quedó sin palabras. Y me fui. Al alejarme, gritó «Hace millones de años cayó un meteorito que acabó con los dinosaurios; parece ser que el sol estuvo años sin brillar». ¡Vaya estupidez! pensé.

Josep Devesa (2012)

Nueva etapa

La vida tiene la característica de ser cambiante incluso en especies como los corales cuyo ritmo es muy lento. Y actualmente estamos inmersos en una aceleración impresionantemente más alta que en el resto de la existencia de la humanidad y en una globalización imparable favorecida por la enorme capacidad de intercambiar información y el ambicioso sistema financiero internacional.

El miedo y la huida hacia delante, inmersos en el estadio narcisista imperante en el primer mundo, nos lleva a la crisis actual, no sólo económica, también y muy profundamente de desconexión con la vida, de lo que somos, de muestras potencialidades humanas, que no tecnológicas, y de nuestros límites.

En medio de esta enorme crisis que nos está afectando tan masivamente y, paradójicamente, habiendo hecho la inauguración del local de Portaferrissa, que es donde actualmente impartimos la formación de la Escuela del Taller de Gestalt de Barcelona, me siento inaugurando una etapa en la que me abro a un cierto tipo de espiritualidad atea. Entiendo más profundamente que las circunstancias que vivimos sólo son eso, las circunstancias del momento. Son las ocasiones que tenemos para aprender de nuestra propia humanidad y de la vida, aprendizaje que aporta sentido existencial y que considero la mejor vía para responder a esas situaciones concretas. Por supuesto, ese aprendizaje requiere implicación, pero ésta es parcial e ineficaz para el cambio necesario si sólo es interna (trabajo personal) o sólo es externa (implicación social).

La gestalt, favoreciendo el encuentro con la realidad circundante y a través del diálogo entre nuestras partes internas (sean desconocidas, alienadas y/o conflictuadas) en su nivel más profundo, abre el espacio de indiferenciación creativa, llamado así por Friedlaender, desde donde emerge y se desarrolla cada característica, aspecto propio y vivencia concreta. Es un espacio vacío y fértil al que en Gestalt accedemos gracias a identificarnos con todo lo que somos y al que en muchas corrientes espirituales se accede desde la desidentificación justamente de lo mismo y sobre todo de los deseos.

Este espacio vacío es el que en psicoanálisis es necesario despejar para que la persona pueda acceder al cambio de posición subjetiva, que se da en el proceso de cura, en buena parte, gracias al trabajo de asumirnos como castrados/as, es decir, limitados/as. Bendito corte, el de la castración, que nos permite poder reconocer nuestros límites, nuestras necesidades y nuestros deseos como tales.

Todo proceso terapéutico que cura a través de profundizar en uno mismo y de confrontarse con lo rechazado (sea esto interno y/o externo) abre espacio hueco, vacío, para podernos situar desde lugares propios más profundos que aportan sosiego y coherencia interna, condición necesaria para el bien estar.

Y sí, claro que hay circunstancias de mierda como la actual, que es muy nociva, y enfermedades muy limitantes que conllevan mucho sufrimiento y pérdidas muy difíciles de asimilar y sin embargo, son ellas, estas circunstancias, las que tenemos para seguir aprendiendo y las que nos llevan a lugares enriquecedores, si nos abrimos a ellas. Del mismo modo, nuestras realizaciones, que por cierto, siempre son parciales, también nos abren a nuevos espacios nutritivos.

La Gestalt se fija en la zona de interacción entre el sujeto y su entorno, es por ello que creo que tiene una especificidad a aportar a esta etapa tan crítica, más allá de facilitar la tan necesaria y urgente conexión interna.

En la conjunción de todo lo que apunto en este escrito encuentro base para encarar la nueva etapa en la que me siento actualmente.

 

Cristina Nadal i Muset (abril-2012)

Las lágrimas de Luisa

«Qué bien llora la niña», pensó la madre. El sol calentaba el empedrado del patio, las cigarras rasgaban el silencio y aleteando en ese mantra veraniego el llanto de la pequeña Luisa. El sonido que salía de la garganta de la pequeña le recordaba a Bach, tenía musicalidad, melodía, fervor; observó su cara y era poesía. Quedó subyugada. El padre apareció en el umbral de la puerta para saber del desconsuelo de la hija. Su esposa le susurró «Qué maravilla de llanto ¿no?». Él escuchó con atención y no le quedó otra que asentir. Quedaron embargados hasta que calló por sí sola. Entonces el sentimiento de culpa les impulsó a besarla y acariciarla hasta el cansancio. Ese suceso marco el inicio de una vida marcada por el lloro. Cuántas veces no se desgañitó vanamente Luisa en busca de consuelo rodeada de familia y vecinos que se rendían ante la preciosidad y matices de sus sollozos. Ofrecía recitales con hipadas, berreos y gimoteos a un grupo de admiradores fieles, que llegaban a romper en aplausos cuando agotada callaba.

Luisa creció rehén de su arte, que era esquivo, pues no siempre tenía argumentos para llorar. Se aplicó con pasión para lograr ser dueña de su virtuosismo y a fe de dios que lo consiguió. Pasados los veinte años lograba llorar a placer en cualquier situación. Tal habilidad le proporcionó gran poder, sobre todo con los hombres, que eran su máximo interés. Su número preferido era llorar mientras hacían el amor. Para ellos era el éxtasis, no atinaban a adivinar qué les pasaba y caían rendidos.

Sin embargo, después de años sin consuelo, la llama de la venganza brotó en su interior. Y sucedió que cuando los hombres estaban subyugados, los rechazaba vehementemente dejándolos con el alma cuarteada. Rítmicamente la vida cobró sentido y sus penalidades aparecían borrosas en el horizonte de sus recuerdos. Se sentía gustosamente malévola. Cuando visitaba a su familia se mostraba estúpidamente risueña. Les negaba cualquier trazo de llanto y estos la maltrataban y ridiculizaban, inventando mil tretas para arrancarle una lágrima.

Cuando su motivación flaqueaba sacaba la baraja de los recuerdos y elegía una carta al azar: aquella que hablaba de la demora en llevarla al dentista para alargar ese gemido sufriente, corporal y glorioso; o la que mostraba las grietas de su inocencia, cuando se le anunciaba de manera solemne «Luisa, el gatito ha muerto» y la familia entera escuchaba con devoción el llanto que evocaba los cuartetos de Beethoven. Mientras, Michifu maullaba encerrado en el armario.

La vida continúa y dicen que nunca vuelve uno a bañarse en la misma agua. Incluso el odio tiende desfibrarse y el molesto goteo de un grifo puede convertirse en contrapunto e inspiración del sueño. Así, el rencor dio paso a un resentimiento lejano y arenoso. La baraja del horror reposaba en la cómoda entre la ropa interior; y la venganza por usada tenía los cantos romos. Se sentía hueca. En raros momentos de lucidez, reconocía la necesidad de un poco de comprensión para enfrentar su existencia con la certeza de que no todo había sido en vano. Necesitaba una mirada de compasión que no estuviera teñida del embeleso, de la gula, del deseo feroz de sus lágrimas.

Envejeció con caricias de nieve y las arrugas imprimieron un sello de acero a sus pupilas acuosas. Por eso cuando la muerte fue en su busca, al hallarse frente a Luisa quedó perturbada al atisbar su rostro de sal. Tan conmovida estaba, que antes de girar la llave del destino le ofreció un hombro en el que llorar. Luisa sabía con quien se las tenía, con aprensión soltó algún candado y dejo fluir algunas lágrimas. Al sentirse arropada en sus brazos, aflojó el último cabo y se entregó al dolor. Gracias al consuelo, por primera vez pudo escuchar en el eco de propio su llanto la música agazapada, la caricia de terciopelo; la leve brisa que la acompañaba hacia su tránsito final. Y esa escucha la derivó irremisible al interior de su coraza donde notó un corazón famélico. Una lágrima se deslizó suave por un ventrículo y se demoró el tiempo necesario para brindarle la pizca de sentido que anhelaba; intuir su corazón melodioso fue suficiente.

Josep Devesa

Apuntes sueltos de 30 años de profesión

Este septiembre cumplo 30 años como psicoterapeuta. Celebro que a día de hoy me sigue gustando, es más, me sigue entusiasmando mi trabajo. Me fascinan las personas y lo que sucede entre nosotras. Disfruto mucho con la gente a la que le gusta el trabajo en común y sigo profundamente interesada por las personas que quieren curarse a través de desvelarse indagando en sí mismas. En oposición a esa disposición mía, fue muy enriquecedor, y también chocante para mí, dar con mi desinterés hacia los demás; me permitió adquirir una distancia más óptima en la relación. Como en todos los asuntos, la identificación con uno sólo de los polos (en este caso interés) resta profundidad en su experimentación y la exploración del polo opuesto se la aporta.

El trabajo con polaridades fue de las primeras cosas que me llamó la atención de la Gestalt. Su despliegue mediante la técnica de la silla vacía (un lugar donde simbolizamos aspectos internos propios y/o personas con las que necesitamos explorar alguna situación concreta) permitía la escenificación de los conflictos, no sólo con los demás – cosa que desarrolló el psicodrama- sino también con uno/a mismo/a. ¡Bien! Por fin «la comedura de coco» tenía la posibilidad de ser desplegada y corporeizada en cada una de sus partes enfrentadas. No sólo somos uno/a aunque decimos «yo» para hacer referencia a ese indiviso con el que nos identificamos, estamos formados por muchas partes y, añado, lo más esencial es vacío.

Perls ya habló del punto 0, del espacio de indiferencia creativa (término acuñado por Friedlaender), en su primer libro en el año 42 como un espacio indiferenciado, como el espacio vacío previo a la diferenciación polar en la que se materializan los acontecimientos y a través de la cual los percibimos. Sin embargo, necesité analizarme durante muchos años y acercarme al conocimiento psicoanalítico para empezar a darle espacio. ¡Bendito hueco, más bien boquete, el de la castración! Sí señor, y señora, no somos completos ni lo seremos. Y podemos disfrutar de ello si podemos ir apeándonos de cumplir con el ideal que, desengañémonos, no es nunca nuestro.

No sólo estamos configurados por muchas partes, muchos yoes, sino que somos un entramado de todo lo que hemos ido engullendo y aprendiendo junto con nuestros allegados/as, además de lo recibido de nuestras figuras parentales y maestros/as. Si nuestro grado de neuroticismo no es muy exacerbado, seguimos en ello, transformándonos con nuestro entorno. Es nuestra responsabilidad reconocer a qué obedecemos, detectar lo que nos hemos tragado y seguimos tragando y atrevernos a identificar qué deseo sustentamos. Para dar con ello, en Gestalt le pedimos al paciente que diga en voz alta de qué se da cuenta, momento a momento. Tanto la apertura osada y comprometida a ese proceso, como las interrupciones del mismo, cuando el terapeuta ayuda a que él o la paciente las explore, llevan a cuestiones significativas y asuntos pendientes pasados o actuales que aquel/lla necesita ver, reconocer y encarar para ir sanando. El programa no está hecho, cada recorrido es individual, y además, quien trabaja es el paciente; el terapeuta cobra para hacerlo trabajar.

Finalizando, remarco que en Gestalt, para recorrer el proceso de cura, usamos las sensaciones y las emociones como autopistas para recorrer el camino hacia uno mismo, que no es posible si no se recorre también hacia el otro. Para ello, yo doy especial importancia al reconocimiento y a la atención a los puntos de apoyo corporales; al efecto que tiene la ley de la gravedad sobre toda materia. Proporciona reconocimiento del espacio propio, facilita la apertura a las sensaciones y aporta apoyo para transitar las diferentes emociones que emergen al recorrer el viaje de regreso a casa que supone cualquier psicoterapia profunda.

Quiero añadir aún, que este próximo curso, además de seguir en el equipo de Aula, también desarrollaré mi quehacer en el nuevo local que he abierto en la calle Portaferrissa (donde a partir de ahora haremos los fines de semana de la Escuela del Taller de Gestalt de Barcelona) con el interés de seguir promocionando el saber y el trabajo compartido y de impulsar la modalidad de trabajo grupal.

Muchísimas gracias a todos/as los que me habéis acompañado en estos 30 años.

Cristina Nadal i Muset (2011)

Carácter y género

Nuestro carácter se forma principalmente en la niñez y adolescencia. En este periodo creamos estrategias para que nos reconozcan, nos acepten y nos quieran, junto con aprendizajes para poder enfrentar las situaciones que nos rodean. Se construye así nuestra subjetividad, nuestros modos de sentir y funcionar en el mundo y nuestra idea de nosotros mism@s: “Yo soy así… ”.

En esta construcción intervienen los modelos y mandatos de nuestras figuras parentales y/o significativas y de nuestro contexto cultural: “No hagas…, No digas…, Tienes que…, No seas…, Eso no se hace. Debes…”.
Tomamos desde muy temprano estos mandatos sin reflexionar ni discriminar y los hacemos propios, es decir “introyectamos”: tragamos todo lo que nos dicen sin masticar ni digerir, porque eso es lo que se espera de nosotr@s. A medida que crecemos estos introyectos nos alejan de nuestra parte más autentica, haciendo que funcionemos muchas veces en forma automática y rígida, perdiendo así nuestra espontaneidad.

 

Desde el trabajo con el eneagrama C. Naranjo nos dice que: “las diversas neurosis de carácter son respuestas típicas alternativas que nos construimos las personas frente a la cultura” y que hay caracteres que parecen corresponder “predominantemente” a un sexo u a otro. Y aquí mi pregunta ¿Nacemos hombres y mujeres psicológicamente hablando? O esta diferencia se va creando a medida que nos identificamos con un género u otro: femenino / masculino. Hablamos de género no como el sexo biológico sino la construcción social en torno a los mandatos y creencias de cómo es ser hombre y ser mujer. Estos mandatos nos dicen cómo debemos sentir y que debemos hacer por pertenecer a un sexo u otro, y los modelos que nos trasmiten para ello desde niñ@s. A esto lo llamamos introyectos de género.

En el trabajo de prevención de violencia de género con niñ@s y adolescentes encuentro que se continúa reproduciendo roles de género rígidos y estereotipados que provocan sufrimiento a ambos sexos y generan desigualdad. La diferencia no es el problema, sino lo que hacemos con ella. Comparto algunas frases” a las chicas nos importan más las relaciones que a los chicos”, “las chicas son más sensibles y los chicos más duros”, “los chicos toman la iniciativa y las chicas están disponibles”. Las mujeres siguen encargadas de los aspectos emocionales de las relaciones y lo privado (cuidar, comprender, aceptar, etc.) y los hombres de los aspectos activos y públicos (proponer, hacer, proveer, etc.), con los costos emocionales y limitaciones que cumplir estos modelos supone. Además de culpa, confusión y rechazo sí se transgreden estos mandatos. Otras frases: “Si una chica liga con muchos es una…”, “si un chico liga con muchas es un…”, “si un niño es muy sensible…” o si “una niña es muy enérgica…” y más. Pensarán que esto es de otra época pero no, es de ahora mismo. El patriarcado-sexista continúa.

Y entonces, ¿qué podemos hacer? Por una lado trabajar para una educación no patriarcal, donde tengan el mismo valor lo masculino y lo femenino, donde ambos aspectos tiendan a la integración y no sean opuestos en situación de sumisión /dominación, sino complementarios. Y desde la terapia, vemos qué sucede si tomamos estas características como extremos de una misma polaridad que tod@s tenemos. A medida que me identifico con un polo rechazo el otro. Si sólo miro las cosas desde un punto fijo limito mi capacidad creativa para responder. Y ¿qué pasara con lo rechazado? Aparecerá como algo extraño a mí y será nuevamente negado, o no podré usar esa emoción o capacidad cuando la necesite. Si sólo soy fuerte ¿podré ser flexible, sin vivirlo como algo negativo? Si sólo me ocupo de los demás ¿podré ocuparme de mí, sin sentirme egoísta? Soy activo ¿sabré parar? Soy tierna ¿qué hago con la agresividad?

Proponemos identificar y experimentar nuestras polaridades, las de género y las otras, y buscar el punto de equilibrio y de encuentro. Proponemos revisar nuestros deberías y automatismos. Reconocer nuestros introyectos, masticarlos y masticarlos, para sacar fuera lo que no sirve, lo que me limita, y reincorporar y atender lo que sí. Aunque esto no sea lo que se espera de nosotr@s.

Alejandra Sosa Chaparro (Mayo 2010)

La identidad, herramienta o prisión

Érase una vez un niño que nació. Bueno, él no sabía qué era eso de nacer, ni lo de respirar,… De hecho, tampoco sabía que él era un niño, ni siquiera que existía un él que ser. Para él sólo había un mar de sensaciones, caóticas y aleatorias, a través del cual su instinto trataba de guiarle, favoreciendo las agradables y evitando las desagradables.
A medida que se desarrollaba y ganaba habilidades iba desplegando sus capacidades (llorar, moverse, gritar, sonreír, estarse quieto,…), así como ciertas relaciones entre ellas y las sensaciones posteriores. Empezaba así a aprender qué gustaba o disgustaba a mamá, papá o quien fuera que estuviera por allí cuidando de él. Dado que no se valía por si mismo, su supervivencia dependía de lograr la suficiente atención para recibir cuidados, por lo que tratar de ganar control al respecto era vital. Aunque esas correlaciones entre lo que hacía y la reacción del entorno no siempre se cumplían con exactitud; y fue gracias a esa brecha de desencuentros, con sorpresas agradables y frustraciones varias, que empezó a esbozar un yo y un lo otro.
En su tarea de obtener la atención de sus cuidadores era imprescindible guiarse por sus miradas, expresiones, gestos y palabras. Como quien frente a un espejo se descubre a sí mismo, el niño aprendió de sí a partir de lo que le devolvían quienes le contemplaban y se relacionaban con él. Así fue perfilando un dibujo de si mismo, de quién soy yo.

Como él, cada uno de nosotros toma nota de que es divertido porque los de afuera se ríen y nos lo dicen; o ridículo porque también se ríen pero de nosotros; quizá ignorable porque apenas nos miran; admirable porque no pueden dejar de contemplarnos; o pesado porque se apartan y nos hacen callar; raro porque nos miran con extrañeza; poderoso porque nos obedecen; puede que malo porque se escandalizan y nos temen… Vamos elaborando una lista de quienes somos e, inevitablemente, definiendo otra con todo aquello que queda fuera, la de quienes no somos.
Es así como construimos nuestra identidad, ese yo que será el sujeto de nuestro vivir, de lo que llamaremos nuestras sensaciones, nuestro sentir, nuestros pensamientos, nuestras acciones… y salimos al mundo equipados con ella. Es una cualidad humana fundamental, fruto de nuestra capacidad de ser conscientes de nosotros mismos, que nos dota de gran potencia para afrontar la incertidumbre de la vida: con ella anticipamos con qué contamos y cómo va a reaccionar el entorno en una situación determinada.
Hasta aquí todo parece fantástico. Y lo es, pero no sólo. Si nos fijamos bien, algo tan esencial resulta que está construido de un modo un tanto peculiar… Veamos, si alguien me mira extrañado, ¿soy yo la extraña o es el otro el que no ha visto en su vida algo como yo?, ¿la extrañeza es sólo debida a mí o depende de las vivencias y patrones desde las que el otro me contempla? Frente a un mismo objeto cada persona puede reaccionar diferente, no existen certezas al tratar de predecirlo. Todos hemos oído eso de que “la belleza está en los ojos de quien mira”; todas las otras cualidades, también. Sin embargo, esta es una realidad que no tenemos en cuenta cuando trazamos el “esto soy yo”; nos basta con que unos cuantos coincidan en su reacción para atribuirnos una cualidad y sentirla como inherente a nosotros. Parecería pues que eso que vamos colocando dentro del saco de yo resulta ser más bien quién es el otro.
Todos pasamos por este proceso y todos nos encontramos en un momento funcionando con un yo rígido y repleto de contenidos que no se adapta a lo que realmente somos. Será la vida con su continuo devenir de situaciones quien nos irá mostrando ese desajuste cada vez que nos hace resonar con vivencias del territorio del eso no soy yo, yo no soy así… Pero recordemos que la identidad cumple una función ligada a la supervivencia y, como tal, la defendemos. Cuando algo impacta en ella optamos, en primer momento, por negar la realidad antes que cuestionarnos. Podemos pensar que “tú me lo provocas”, “es por ti”, “si tú no hicieras tal o no fueras cual yo no sentiría esto”… que no es más que una versión discreta, pero igualmente engañosa, de las posesiones mágicas de ataño. O bien podemos negar directamente. En definitiva, disponemos de mil y una estrategias.

Pero el precio de esta defensa es alto y, en la medida en que hagamos un uso excesivo de ello para afrontar las situaciones, alimentaremos nuestra neurosis. Sin embargo, si nos abrimos a cuestionar nuestra identidad aunque sólo sea por algún rinconcito (para nada se trata de desmontarla toda) podemos ir conociéndonos, sabiendo del yo real, del que está en continuo devenir de ser; y podemos crecer, ensanchar nuestro yo para caber dentro. Quizá podamos incluso aprender que ese trazo, para sernos realmente útil, no puede apegarse a cualidades fijas y eternas porque nosotros no somos fijos e inmóviles, más bien se trata de una línea vacía y flexible que se puede ajustar a nuestra realidad momento a momento, que nos define aquí y ahora para que todo aquello que surja en nosotros, nos guste o no, pueda ser reconocido como tal y tomado como base para decidir qué hacemos. Es así como podemos ir pasando de ser esclavos de esa primera identidad rudimentaria a dueños de la potente brújula que en realidad es y que nos orienta en la vida.

Ruth Vila (Mayo 2010)

Pinceladas sobre la autoestima

Estamos en un momento álgido en lo que a la psicología se refiere. Páginas en diversos tipos de publicaciones, programas de radio y televisión… El crecimiento personal, la autoayuda, están a la orden del día. No es extraño, pues estamos inmersos en tiempos en los que la rapidez, la aceleración, el individualismo y el cambio -en las relaciones, los trabajos…- generan gran incertidumbre. Cuando creemos alcanzar algo, simplemente constatamos que estamos en la casilla de salida del próximo movimiento, sin casi tiempo de aprehender aquello que somos o tenemos. Sumado a ello, cada vez más faltan referentes, cada época ha tenido alguno: ser buena persona, que era, más o menos, ser buen cristiano; o un buen trabajador; un luchador social o ser un idealista dispuesto a cambiar el mundo, entre otros… En la actualidad el referente es, se tú mismo; pásatelo bien en la versión ¡exprime la vida! Y para ello parece ser fundamental tener alta autoestima. Y es justamente en este concepto donde asentaré el escrito para el programa de este año. Es un concepto que a priori parece diáfano; suelo constatar, sin embargo, que tal claridad lo es solo en apariencia. Ciertamente, a menudo asoma como un cajón de sastre en que cada cual escoge aquello que más le resuena o conviene.

Pasa, a veces, que se confunde la autoestima con tener una alta opinión de uno mismo. Es decir, que para alcanzarla se debe tener muy presente todas aquellas virtudes que se poseen, además de intentar orillar de la consciencia los aspectos que a partir del consenso social se consideran negativos. Este ejercicio se puede realizar burda o sutilmente. Usualmente se debe dedicar mucho tiempo a recordarse lo guapo e inteligente que se es (para así quererse) ejercitando hacia fuera (las personas con las que nos relacionamos), pero sobretodo hacia dentro (en el fondo es a nosotros mismos a quien queremos convencer); es una suerte de pavoneo que a la larga resulta agotador. El gasto de energía es considerable ya que subyacen dos tareas, la de amplificar lo “más” a la vez que enviar al fondo del armario lo “menos”. Esta forma de proceder muchas veces convoca una actitud empapada de un porque yo lo valgo (al ultranza); o un yo soy así… ¿qué pasa? antesala de una autoindulgencia que linda con el egotismo o el narcisismo.

Y creo que, en el fondo, la autoestima no es otra cosa que tratarse amorosamente. Versión que siento más ajustada, y que recorre un sendero alejado del simple reconocimiento de aquello positivo que pueda haber en mí. Esta concepción implica tres elementos entrelazados que conforman un suelo firme en el que apoyarse. El fundamental es el autoconocimiento. Si nos aplicamos seria y rigurosamente a saber de nosotros, hallaremos aspectos ciertamente virtuosos, así como otros, generalmente relacionados con el carácter, que pueden resultar francamente ásperos, rígidos… desagradables en definitiva. Esta mirada no concibe aquello que vivo o soy como algo que me pasa, más bien incluye que uno se responsabilice como parte activa en lo que me pasa, o lo que vivo, sufro o que hace sufrir; es decir, es algo que hago. El otro punto es la aceptación. No pelearse, tampoco negar esos aspectos que usualmente calificamos de “negativos”. Una aceptación a través de la cual neutralizo el juicio devastador por ser como soy; pero que, atención, también va más allá de la autoindulgencia defensiva antes nombraba (yo soy así, ¿Qué pasa?).

En el fondo, la autoestima es un acto básicamente íntimo; diría que si se pregona es que algo falla. En su ADN se adivina una compasión, en absoluto sentimental, por la pequeñez humana; pequeñez que no está reñida con la grandeza, ni la dignidad; sino que más bien que le otorga su justo valor. Tiene que ver, en esencia, con la aguda percepción de los límites de la condición humana; y con la curiosidad y la querencia de todas aquellas virtudes que también nos caracterizan: la solidaridad, el arte, la entrega, entre, afortunadamente, otras muchas.

Josep Devesa (Mayo 2010)

Tiembla, tiembla, que así se pasa

(sobre el miedo y el amor)

“Tiembla, tiembla, que así se pasa”. Con esta frase tan sencilla daba yo, no hace demasiado tiempo, un giro radical a mi manera de entender el miedo y, por lo tanto, de entenderme a mí mismo. Fue en el transcurso de un trabajo personal en un momento en el que, habiendo conectado con algo que me asustaba mucho, simplemente, no podía parar de temblar… Y, afortunadamente, no paré. Porque si algo me reconfortó fue esta sencilla frase de quien, con cariño y firmeza, me acompañaba y me sostenía, no para quitarme el miedo, cosa imposible, sino para ayudarme a transitar lo que tuviera que transitar. Eso sí, pasando el miedo que hiciera falta, que lo cortés no quita lo valiente y nunca mejor dicho, pues valentía no es ni más ni menos que la capacidad de transitar los propios miedos, algo tan necesario como inevitable es el temor.

Pero repasemos la experiencia desde un punto de vista gestáltico. Uno de los conceptos más frecuentados es el de polaridades: aspectos que aparecen a nuestro entendimiento como opuestos, tales como la alegría y la tristeza, la luz y la oscuridad. Pues bien, si nos preguntáramos por el aspecto polar del amor, la mayoría de nosotros en seguida respondería que el opuesto del amor es el odio. Y así será, probablemente, desde un punto de vista semántico pero no tanto si lo miramos desde una perspectiva emocional. Amor y odio acostumbran a ir tan seguidos, si no juntos, y con tanta frecuencia como para hacernos sospechar si lo segundo no será sino un cierto grado de perversión de lo primero. A la vista está, cuántas relaciones acabarán sus días describiendo un giro hacia un odio tan intenso como apasionado fue su amor…

Así que, si el odio no es el polo opuesto del amor, ¿cuál será? Y permítanme ahora, simplemente, especular, ¿y si fuera el miedo? Al fin y al cabo, el miedo genera desconfianza y paranoia, caricaturiza la realidad mostrándola hostil y peligrosa haciendo del otro un ser malvado a nuestros ojos. Si queremos enfrentarnos a tal realidad, necesitaremos endurecernos, no dejarnos conmover, no nos vayan a manipular. El miedo lleva al autoritarismo y, desde éste, no puede crecer el amor sino, como mucho, la obediencia o la devoción. Así las cosas, percibimos nuestro propio miedo como un peligroso síntoma de debilidad frente al otro impidiéndonos contactar tanto con él como con nuestra propia vulnerabilidad. No olvidemos que amar implica siempre estar abierto a que me duela. Y si tanto me asusta el dolor, ¿cómo voy permitirme sentir amor?
Krishnamurti afirmaba a pies juntillas que amor y miedo no pueden coexistir y mientras vivamos con miedo, el amor no existirá. Me arriesgaré a dar la vuelta a la tortilla de este panorama desolador y explorar el hecho de que, en tanto que mutuamente excluyentes, el amor también tiene la capacidad de desplazar al miedo.

Así, no es casualidad que la reacción instintiva de los niños cuando tienen miedo sea correr a refugiarse en brazos de los padres. Otra cosa es que los padres interpreten que lo que el niño necesita es que se le quite el miedo: “No tienes por qué tener miedo” es una frase que hemos escuchado (y quizás pronunciado) hasta la saciedad. Paradójicamente, no sólo resulta harto difícil, pues el miedo rara vez atiende a razones, sino de dudoso beneficio, ya que, en definitiva, estamos transmitiendo el mensaje de que no hay que fiarse de las señales de amenaza que tan claramente se están percibiendo (el miedo no es otra cosa). Y desconfiar de la propia percepción es, precisamente, uno de los más insidiosos gérmenes del miedo y de la duda. Por no hablar de la exigencia de dejar de tener miedo, implícita en la frasecita. Ahí es nada.

Más allá de la posible y necesaria protección física, el acogimiento amoroso proporciona el soporte afectivo necesario para transitar un miedo que ya no es preciso dejar de sentir. La aceptación amorosa de nuestro miedo por parte de quien nos ama es el mejor aprendizaje de nuestra propia capacidad de aceptación amorosa de nosotros mismos, tal como somos, con miedo incluido. Porque conviene recordar que el miedo no es el problema, sino la solución. Pero, para que funcione, es necesario entregarse a él. Y temblar… lo que haga falta.

David Magriñá (abril 2009)