Las lágrimas de Luisa

«Qué bien llora la niña», pensó la madre. El sol calentaba el empedrado del patio, las cigarras rasgaban el silencio y aleteando en ese mantra veraniego el llanto de la pequeña Luisa. El sonido que salía de la garganta de la pequeña le recordaba a Bach, tenía musicalidad, melodía, fervor; observó su cara y era poesía. Quedó subyugada. El padre apareció en el umbral de la puerta para saber del desconsuelo de la hija. Su esposa le susurró «Qué maravilla de llanto ¿no?». Él escuchó con atención y no le quedó otra que asentir. Quedaron embargados hasta que calló por sí sola. Entonces el sentimiento de culpa les impulsó a besarla y acariciarla hasta el cansancio. Ese suceso marco el inicio de una vida marcada por el lloro. Cuántas veces no se desgañitó vanamente Luisa en busca de consuelo rodeada de familia y vecinos que se rendían ante la preciosidad y matices de sus sollozos. Ofrecía recitales con hipadas, berreos y gimoteos a un grupo de admiradores fieles, que llegaban a romper en aplausos cuando agotada callaba.

Luisa creció rehén de su arte, que era esquivo, pues no siempre tenía argumentos para llorar. Se aplicó con pasión para lograr ser dueña de su virtuosismo y a fe de dios que lo consiguió. Pasados los veinte años lograba llorar a placer en cualquier situación. Tal habilidad le proporcionó gran poder, sobre todo con los hombres, que eran su máximo interés. Su número preferido era llorar mientras hacían el amor. Para ellos era el éxtasis, no atinaban a adivinar qué les pasaba y caían rendidos.

Sin embargo, después de años sin consuelo, la llama de la venganza brotó en su interior. Y sucedió que cuando los hombres estaban subyugados, los rechazaba vehementemente dejándolos con el alma cuarteada. Rítmicamente la vida cobró sentido y sus penalidades aparecían borrosas en el horizonte de sus recuerdos. Se sentía gustosamente malévola. Cuando visitaba a su familia se mostraba estúpidamente risueña. Les negaba cualquier trazo de llanto y estos la maltrataban y ridiculizaban, inventando mil tretas para arrancarle una lágrima.

Cuando su motivación flaqueaba sacaba la baraja de los recuerdos y elegía una carta al azar: aquella que hablaba de la demora en llevarla al dentista para alargar ese gemido sufriente, corporal y glorioso; o la que mostraba las grietas de su inocencia, cuando se le anunciaba de manera solemne «Luisa, el gatito ha muerto» y la familia entera escuchaba con devoción el llanto que evocaba los cuartetos de Beethoven. Mientras, Michifu maullaba encerrado en el armario.

La vida continúa y dicen que nunca vuelve uno a bañarse en la misma agua. Incluso el odio tiende desfibrarse y el molesto goteo de un grifo puede convertirse en contrapunto e inspiración del sueño. Así, el rencor dio paso a un resentimiento lejano y arenoso. La baraja del horror reposaba en la cómoda entre la ropa interior; y la venganza por usada tenía los cantos romos. Se sentía hueca. En raros momentos de lucidez, reconocía la necesidad de un poco de comprensión para enfrentar su existencia con la certeza de que no todo había sido en vano. Necesitaba una mirada de compasión que no estuviera teñida del embeleso, de la gula, del deseo feroz de sus lágrimas.

Envejeció con caricias de nieve y las arrugas imprimieron un sello de acero a sus pupilas acuosas. Por eso cuando la muerte fue en su busca, al hallarse frente a Luisa quedó perturbada al atisbar su rostro de sal. Tan conmovida estaba, que antes de girar la llave del destino le ofreció un hombro en el que llorar. Luisa sabía con quien se las tenía, con aprensión soltó algún candado y dejo fluir algunas lágrimas. Al sentirse arropada en sus brazos, aflojó el último cabo y se entregó al dolor. Gracias al consuelo, por primera vez pudo escuchar en el eco de propio su llanto la música agazapada, la caricia de terciopelo; la leve brisa que la acompañaba hacia su tránsito final. Y esa escucha la derivó irremisible al interior de su coraza donde notó un corazón famélico. Una lágrima se deslizó suave por un ventrículo y se demoró el tiempo necesario para brindarle la pizca de sentido que anhelaba; intuir su corazón melodioso fue suficiente.

Josep Devesa

Apuntes sueltos de 30 años de profesión

Este septiembre cumplo 30 años como psicoterapeuta. Celebro que a día de hoy me sigue gustando, es más, me sigue entusiasmando mi trabajo. Me fascinan las personas y lo que sucede entre nosotras. Disfruto mucho con la gente a la que le gusta el trabajo en común y sigo profundamente interesada por las personas que quieren curarse a través de desvelarse indagando en sí mismas. En oposición a esa disposición mía, fue muy enriquecedor, y también chocante para mí, dar con mi desinterés hacia los demás; me permitió adquirir una distancia más óptima en la relación. Como en todos los asuntos, la identificación con uno sólo de los polos (en este caso interés) resta profundidad en su experimentación y la exploración del polo opuesto se la aporta.

El trabajo con polaridades fue de las primeras cosas que me llamó la atención de la Gestalt. Su despliegue mediante la técnica de la silla vacía (un lugar donde simbolizamos aspectos internos propios y/o personas con las que necesitamos explorar alguna situación concreta) permitía la escenificación de los conflictos, no sólo con los demás – cosa que desarrolló el psicodrama- sino también con uno/a mismo/a. ¡Bien! Por fin «la comedura de coco» tenía la posibilidad de ser desplegada y corporeizada en cada una de sus partes enfrentadas. No sólo somos uno/a aunque decimos «yo» para hacer referencia a ese indiviso con el que nos identificamos, estamos formados por muchas partes y, añado, lo más esencial es vacío.

Perls ya habló del punto 0, del espacio de indiferencia creativa (término acuñado por Friedlaender), en su primer libro en el año 42 como un espacio indiferenciado, como el espacio vacío previo a la diferenciación polar en la que se materializan los acontecimientos y a través de la cual los percibimos. Sin embargo, necesité analizarme durante muchos años y acercarme al conocimiento psicoanalítico para empezar a darle espacio. ¡Bendito hueco, más bien boquete, el de la castración! Sí señor, y señora, no somos completos ni lo seremos. Y podemos disfrutar de ello si podemos ir apeándonos de cumplir con el ideal que, desengañémonos, no es nunca nuestro.

No sólo estamos configurados por muchas partes, muchos yoes, sino que somos un entramado de todo lo que hemos ido engullendo y aprendiendo junto con nuestros allegados/as, además de lo recibido de nuestras figuras parentales y maestros/as. Si nuestro grado de neuroticismo no es muy exacerbado, seguimos en ello, transformándonos con nuestro entorno. Es nuestra responsabilidad reconocer a qué obedecemos, detectar lo que nos hemos tragado y seguimos tragando y atrevernos a identificar qué deseo sustentamos. Para dar con ello, en Gestalt le pedimos al paciente que diga en voz alta de qué se da cuenta, momento a momento. Tanto la apertura osada y comprometida a ese proceso, como las interrupciones del mismo, cuando el terapeuta ayuda a que él o la paciente las explore, llevan a cuestiones significativas y asuntos pendientes pasados o actuales que aquel/lla necesita ver, reconocer y encarar para ir sanando. El programa no está hecho, cada recorrido es individual, y además, quien trabaja es el paciente; el terapeuta cobra para hacerlo trabajar.

Finalizando, remarco que en Gestalt, para recorrer el proceso de cura, usamos las sensaciones y las emociones como autopistas para recorrer el camino hacia uno mismo, que no es posible si no se recorre también hacia el otro. Para ello, yo doy especial importancia al reconocimiento y a la atención a los puntos de apoyo corporales; al efecto que tiene la ley de la gravedad sobre toda materia. Proporciona reconocimiento del espacio propio, facilita la apertura a las sensaciones y aporta apoyo para transitar las diferentes emociones que emergen al recorrer el viaje de regreso a casa que supone cualquier psicoterapia profunda.

Quiero añadir aún, que este próximo curso, además de seguir en el equipo de Aula, también desarrollaré mi quehacer en el nuevo local que he abierto en la calle Portaferrissa (donde a partir de ahora haremos los fines de semana de la Escuela del Taller de Gestalt de Barcelona) con el interés de seguir promocionando el saber y el trabajo compartido y de impulsar la modalidad de trabajo grupal.

Muchísimas gracias a todos/as los que me habéis acompañado en estos 30 años.

Cristina Nadal i Muset (2011)

Carácter y género

Nuestro carácter se forma principalmente en la niñez y adolescencia. En este periodo creamos estrategias para que nos reconozcan, nos acepten y nos quieran, junto con aprendizajes para poder enfrentar las situaciones que nos rodean. Se construye así nuestra subjetividad, nuestros modos de sentir y funcionar en el mundo y nuestra idea de nosotros mism@s: “Yo soy así… ”.

En esta construcción intervienen los modelos y mandatos de nuestras figuras parentales y/o significativas y de nuestro contexto cultural: “No hagas…, No digas…, Tienes que…, No seas…, Eso no se hace. Debes…”.
Tomamos desde muy temprano estos mandatos sin reflexionar ni discriminar y los hacemos propios, es decir “introyectamos”: tragamos todo lo que nos dicen sin masticar ni digerir, porque eso es lo que se espera de nosotr@s. A medida que crecemos estos introyectos nos alejan de nuestra parte más autentica, haciendo que funcionemos muchas veces en forma automática y rígida, perdiendo así nuestra espontaneidad.

 

Desde el trabajo con el eneagrama C. Naranjo nos dice que: “las diversas neurosis de carácter son respuestas típicas alternativas que nos construimos las personas frente a la cultura” y que hay caracteres que parecen corresponder “predominantemente” a un sexo u a otro. Y aquí mi pregunta ¿Nacemos hombres y mujeres psicológicamente hablando? O esta diferencia se va creando a medida que nos identificamos con un género u otro: femenino / masculino. Hablamos de género no como el sexo biológico sino la construcción social en torno a los mandatos y creencias de cómo es ser hombre y ser mujer. Estos mandatos nos dicen cómo debemos sentir y que debemos hacer por pertenecer a un sexo u otro, y los modelos que nos trasmiten para ello desde niñ@s. A esto lo llamamos introyectos de género.

En el trabajo de prevención de violencia de género con niñ@s y adolescentes encuentro que se continúa reproduciendo roles de género rígidos y estereotipados que provocan sufrimiento a ambos sexos y generan desigualdad. La diferencia no es el problema, sino lo que hacemos con ella. Comparto algunas frases” a las chicas nos importan más las relaciones que a los chicos”, “las chicas son más sensibles y los chicos más duros”, “los chicos toman la iniciativa y las chicas están disponibles”. Las mujeres siguen encargadas de los aspectos emocionales de las relaciones y lo privado (cuidar, comprender, aceptar, etc.) y los hombres de los aspectos activos y públicos (proponer, hacer, proveer, etc.), con los costos emocionales y limitaciones que cumplir estos modelos supone. Además de culpa, confusión y rechazo sí se transgreden estos mandatos. Otras frases: “Si una chica liga con muchos es una…”, “si un chico liga con muchas es un…”, “si un niño es muy sensible…” o si “una niña es muy enérgica…” y más. Pensarán que esto es de otra época pero no, es de ahora mismo. El patriarcado-sexista continúa.

Y entonces, ¿qué podemos hacer? Por una lado trabajar para una educación no patriarcal, donde tengan el mismo valor lo masculino y lo femenino, donde ambos aspectos tiendan a la integración y no sean opuestos en situación de sumisión /dominación, sino complementarios. Y desde la terapia, vemos qué sucede si tomamos estas características como extremos de una misma polaridad que tod@s tenemos. A medida que me identifico con un polo rechazo el otro. Si sólo miro las cosas desde un punto fijo limito mi capacidad creativa para responder. Y ¿qué pasara con lo rechazado? Aparecerá como algo extraño a mí y será nuevamente negado, o no podré usar esa emoción o capacidad cuando la necesite. Si sólo soy fuerte ¿podré ser flexible, sin vivirlo como algo negativo? Si sólo me ocupo de los demás ¿podré ocuparme de mí, sin sentirme egoísta? Soy activo ¿sabré parar? Soy tierna ¿qué hago con la agresividad?

Proponemos identificar y experimentar nuestras polaridades, las de género y las otras, y buscar el punto de equilibrio y de encuentro. Proponemos revisar nuestros deberías y automatismos. Reconocer nuestros introyectos, masticarlos y masticarlos, para sacar fuera lo que no sirve, lo que me limita, y reincorporar y atender lo que sí. Aunque esto no sea lo que se espera de nosotr@s.

Alejandra Sosa Chaparro (Mayo 2010)

La identidad, herramienta o prisión

Érase una vez un niño que nació. Bueno, él no sabía qué era eso de nacer, ni lo de respirar,… De hecho, tampoco sabía que él era un niño, ni siquiera que existía un él que ser. Para él sólo había un mar de sensaciones, caóticas y aleatorias, a través del cual su instinto trataba de guiarle, favoreciendo las agradables y evitando las desagradables.
A medida que se desarrollaba y ganaba habilidades iba desplegando sus capacidades (llorar, moverse, gritar, sonreír, estarse quieto,…), así como ciertas relaciones entre ellas y las sensaciones posteriores. Empezaba así a aprender qué gustaba o disgustaba a mamá, papá o quien fuera que estuviera por allí cuidando de él. Dado que no se valía por si mismo, su supervivencia dependía de lograr la suficiente atención para recibir cuidados, por lo que tratar de ganar control al respecto era vital. Aunque esas correlaciones entre lo que hacía y la reacción del entorno no siempre se cumplían con exactitud; y fue gracias a esa brecha de desencuentros, con sorpresas agradables y frustraciones varias, que empezó a esbozar un yo y un lo otro.
En su tarea de obtener la atención de sus cuidadores era imprescindible guiarse por sus miradas, expresiones, gestos y palabras. Como quien frente a un espejo se descubre a sí mismo, el niño aprendió de sí a partir de lo que le devolvían quienes le contemplaban y se relacionaban con él. Así fue perfilando un dibujo de si mismo, de quién soy yo.

Como él, cada uno de nosotros toma nota de que es divertido porque los de afuera se ríen y nos lo dicen; o ridículo porque también se ríen pero de nosotros; quizá ignorable porque apenas nos miran; admirable porque no pueden dejar de contemplarnos; o pesado porque se apartan y nos hacen callar; raro porque nos miran con extrañeza; poderoso porque nos obedecen; puede que malo porque se escandalizan y nos temen… Vamos elaborando una lista de quienes somos e, inevitablemente, definiendo otra con todo aquello que queda fuera, la de quienes no somos.
Es así como construimos nuestra identidad, ese yo que será el sujeto de nuestro vivir, de lo que llamaremos nuestras sensaciones, nuestro sentir, nuestros pensamientos, nuestras acciones… y salimos al mundo equipados con ella. Es una cualidad humana fundamental, fruto de nuestra capacidad de ser conscientes de nosotros mismos, que nos dota de gran potencia para afrontar la incertidumbre de la vida: con ella anticipamos con qué contamos y cómo va a reaccionar el entorno en una situación determinada.
Hasta aquí todo parece fantástico. Y lo es, pero no sólo. Si nos fijamos bien, algo tan esencial resulta que está construido de un modo un tanto peculiar… Veamos, si alguien me mira extrañado, ¿soy yo la extraña o es el otro el que no ha visto en su vida algo como yo?, ¿la extrañeza es sólo debida a mí o depende de las vivencias y patrones desde las que el otro me contempla? Frente a un mismo objeto cada persona puede reaccionar diferente, no existen certezas al tratar de predecirlo. Todos hemos oído eso de que “la belleza está en los ojos de quien mira”; todas las otras cualidades, también. Sin embargo, esta es una realidad que no tenemos en cuenta cuando trazamos el “esto soy yo”; nos basta con que unos cuantos coincidan en su reacción para atribuirnos una cualidad y sentirla como inherente a nosotros. Parecería pues que eso que vamos colocando dentro del saco de yo resulta ser más bien quién es el otro.
Todos pasamos por este proceso y todos nos encontramos en un momento funcionando con un yo rígido y repleto de contenidos que no se adapta a lo que realmente somos. Será la vida con su continuo devenir de situaciones quien nos irá mostrando ese desajuste cada vez que nos hace resonar con vivencias del territorio del eso no soy yo, yo no soy así… Pero recordemos que la identidad cumple una función ligada a la supervivencia y, como tal, la defendemos. Cuando algo impacta en ella optamos, en primer momento, por negar la realidad antes que cuestionarnos. Podemos pensar que “tú me lo provocas”, “es por ti”, “si tú no hicieras tal o no fueras cual yo no sentiría esto”… que no es más que una versión discreta, pero igualmente engañosa, de las posesiones mágicas de ataño. O bien podemos negar directamente. En definitiva, disponemos de mil y una estrategias.

Pero el precio de esta defensa es alto y, en la medida en que hagamos un uso excesivo de ello para afrontar las situaciones, alimentaremos nuestra neurosis. Sin embargo, si nos abrimos a cuestionar nuestra identidad aunque sólo sea por algún rinconcito (para nada se trata de desmontarla toda) podemos ir conociéndonos, sabiendo del yo real, del que está en continuo devenir de ser; y podemos crecer, ensanchar nuestro yo para caber dentro. Quizá podamos incluso aprender que ese trazo, para sernos realmente útil, no puede apegarse a cualidades fijas y eternas porque nosotros no somos fijos e inmóviles, más bien se trata de una línea vacía y flexible que se puede ajustar a nuestra realidad momento a momento, que nos define aquí y ahora para que todo aquello que surja en nosotros, nos guste o no, pueda ser reconocido como tal y tomado como base para decidir qué hacemos. Es así como podemos ir pasando de ser esclavos de esa primera identidad rudimentaria a dueños de la potente brújula que en realidad es y que nos orienta en la vida.

Ruth Vila (Mayo 2010)

Pinceladas sobre la autoestima

Estamos en un momento álgido en lo que a la psicología se refiere. Páginas en diversos tipos de publicaciones, programas de radio y televisión… El crecimiento personal, la autoayuda, están a la orden del día. No es extraño, pues estamos inmersos en tiempos en los que la rapidez, la aceleración, el individualismo y el cambio -en las relaciones, los trabajos…- generan gran incertidumbre. Cuando creemos alcanzar algo, simplemente constatamos que estamos en la casilla de salida del próximo movimiento, sin casi tiempo de aprehender aquello que somos o tenemos. Sumado a ello, cada vez más faltan referentes, cada época ha tenido alguno: ser buena persona, que era, más o menos, ser buen cristiano; o un buen trabajador; un luchador social o ser un idealista dispuesto a cambiar el mundo, entre otros… En la actualidad el referente es, se tú mismo; pásatelo bien en la versión ¡exprime la vida! Y para ello parece ser fundamental tener alta autoestima. Y es justamente en este concepto donde asentaré el escrito para el programa de este año. Es un concepto que a priori parece diáfano; suelo constatar, sin embargo, que tal claridad lo es solo en apariencia. Ciertamente, a menudo asoma como un cajón de sastre en que cada cual escoge aquello que más le resuena o conviene.

Pasa, a veces, que se confunde la autoestima con tener una alta opinión de uno mismo. Es decir, que para alcanzarla se debe tener muy presente todas aquellas virtudes que se poseen, además de intentar orillar de la consciencia los aspectos que a partir del consenso social se consideran negativos. Este ejercicio se puede realizar burda o sutilmente. Usualmente se debe dedicar mucho tiempo a recordarse lo guapo e inteligente que se es (para así quererse) ejercitando hacia fuera (las personas con las que nos relacionamos), pero sobretodo hacia dentro (en el fondo es a nosotros mismos a quien queremos convencer); es una suerte de pavoneo que a la larga resulta agotador. El gasto de energía es considerable ya que subyacen dos tareas, la de amplificar lo “más” a la vez que enviar al fondo del armario lo “menos”. Esta forma de proceder muchas veces convoca una actitud empapada de un porque yo lo valgo (al ultranza); o un yo soy así… ¿qué pasa? antesala de una autoindulgencia que linda con el egotismo o el narcisismo.

Y creo que, en el fondo, la autoestima no es otra cosa que tratarse amorosamente. Versión que siento más ajustada, y que recorre un sendero alejado del simple reconocimiento de aquello positivo que pueda haber en mí. Esta concepción implica tres elementos entrelazados que conforman un suelo firme en el que apoyarse. El fundamental es el autoconocimiento. Si nos aplicamos seria y rigurosamente a saber de nosotros, hallaremos aspectos ciertamente virtuosos, así como otros, generalmente relacionados con el carácter, que pueden resultar francamente ásperos, rígidos… desagradables en definitiva. Esta mirada no concibe aquello que vivo o soy como algo que me pasa, más bien incluye que uno se responsabilice como parte activa en lo que me pasa, o lo que vivo, sufro o que hace sufrir; es decir, es algo que hago. El otro punto es la aceptación. No pelearse, tampoco negar esos aspectos que usualmente calificamos de “negativos”. Una aceptación a través de la cual neutralizo el juicio devastador por ser como soy; pero que, atención, también va más allá de la autoindulgencia defensiva antes nombraba (yo soy así, ¿Qué pasa?).

En el fondo, la autoestima es un acto básicamente íntimo; diría que si se pregona es que algo falla. En su ADN se adivina una compasión, en absoluto sentimental, por la pequeñez humana; pequeñez que no está reñida con la grandeza, ni la dignidad; sino que más bien que le otorga su justo valor. Tiene que ver, en esencia, con la aguda percepción de los límites de la condición humana; y con la curiosidad y la querencia de todas aquellas virtudes que también nos caracterizan: la solidaridad, el arte, la entrega, entre, afortunadamente, otras muchas.

Josep Devesa (Mayo 2010)

Tiembla, tiembla, que así se pasa

(sobre el miedo y el amor)

“Tiembla, tiembla, que así se pasa”. Con esta frase tan sencilla daba yo, no hace demasiado tiempo, un giro radical a mi manera de entender el miedo y, por lo tanto, de entenderme a mí mismo. Fue en el transcurso de un trabajo personal en un momento en el que, habiendo conectado con algo que me asustaba mucho, simplemente, no podía parar de temblar… Y, afortunadamente, no paré. Porque si algo me reconfortó fue esta sencilla frase de quien, con cariño y firmeza, me acompañaba y me sostenía, no para quitarme el miedo, cosa imposible, sino para ayudarme a transitar lo que tuviera que transitar. Eso sí, pasando el miedo que hiciera falta, que lo cortés no quita lo valiente y nunca mejor dicho, pues valentía no es ni más ni menos que la capacidad de transitar los propios miedos, algo tan necesario como inevitable es el temor.

Pero repasemos la experiencia desde un punto de vista gestáltico. Uno de los conceptos más frecuentados es el de polaridades: aspectos que aparecen a nuestro entendimiento como opuestos, tales como la alegría y la tristeza, la luz y la oscuridad. Pues bien, si nos preguntáramos por el aspecto polar del amor, la mayoría de nosotros en seguida respondería que el opuesto del amor es el odio. Y así será, probablemente, desde un punto de vista semántico pero no tanto si lo miramos desde una perspectiva emocional. Amor y odio acostumbran a ir tan seguidos, si no juntos, y con tanta frecuencia como para hacernos sospechar si lo segundo no será sino un cierto grado de perversión de lo primero. A la vista está, cuántas relaciones acabarán sus días describiendo un giro hacia un odio tan intenso como apasionado fue su amor…

Así que, si el odio no es el polo opuesto del amor, ¿cuál será? Y permítanme ahora, simplemente, especular, ¿y si fuera el miedo? Al fin y al cabo, el miedo genera desconfianza y paranoia, caricaturiza la realidad mostrándola hostil y peligrosa haciendo del otro un ser malvado a nuestros ojos. Si queremos enfrentarnos a tal realidad, necesitaremos endurecernos, no dejarnos conmover, no nos vayan a manipular. El miedo lleva al autoritarismo y, desde éste, no puede crecer el amor sino, como mucho, la obediencia o la devoción. Así las cosas, percibimos nuestro propio miedo como un peligroso síntoma de debilidad frente al otro impidiéndonos contactar tanto con él como con nuestra propia vulnerabilidad. No olvidemos que amar implica siempre estar abierto a que me duela. Y si tanto me asusta el dolor, ¿cómo voy permitirme sentir amor?
Krishnamurti afirmaba a pies juntillas que amor y miedo no pueden coexistir y mientras vivamos con miedo, el amor no existirá. Me arriesgaré a dar la vuelta a la tortilla de este panorama desolador y explorar el hecho de que, en tanto que mutuamente excluyentes, el amor también tiene la capacidad de desplazar al miedo.

Así, no es casualidad que la reacción instintiva de los niños cuando tienen miedo sea correr a refugiarse en brazos de los padres. Otra cosa es que los padres interpreten que lo que el niño necesita es que se le quite el miedo: “No tienes por qué tener miedo” es una frase que hemos escuchado (y quizás pronunciado) hasta la saciedad. Paradójicamente, no sólo resulta harto difícil, pues el miedo rara vez atiende a razones, sino de dudoso beneficio, ya que, en definitiva, estamos transmitiendo el mensaje de que no hay que fiarse de las señales de amenaza que tan claramente se están percibiendo (el miedo no es otra cosa). Y desconfiar de la propia percepción es, precisamente, uno de los más insidiosos gérmenes del miedo y de la duda. Por no hablar de la exigencia de dejar de tener miedo, implícita en la frasecita. Ahí es nada.

Más allá de la posible y necesaria protección física, el acogimiento amoroso proporciona el soporte afectivo necesario para transitar un miedo que ya no es preciso dejar de sentir. La aceptación amorosa de nuestro miedo por parte de quien nos ama es el mejor aprendizaje de nuestra propia capacidad de aceptación amorosa de nosotros mismos, tal como somos, con miedo incluido. Porque conviene recordar que el miedo no es el problema, sino la solución. Pero, para que funcione, es necesario entregarse a él. Y temblar… lo que haga falta.

David Magriñá (abril 2009)

Reconciliación

Ahí estaba, sentada frente a ella, cara a cara. La veía tan estúpidamente inútil; sí, era desastrosa o, mejor dicho, era la Desastrosa, la llamaría así, la Desastrosa. Lo que hacía era absurdo, sólo se podía explicar porque fuese tonta o porque quisiese joderla, quizá ambas. Sea como fuere, era insoportable, sólo pensaba en quitársela de encima. Estaba tan harta de que no le hiciera caso. Empezó a decírselo una vez más, ¿cuántas iban ya? “Eres un desastre, ¿cómo puede ser? Sí claro, tu siempre con el cuento, ‘ay, me he olvidado, ay, lo que perdido…’ ¡Joder, que no es tan difícil! Sólo de organizarse un poco; que todos lo hacen menos tú. Así no se puede ir por la vida, ¿no ves que no irás a ningún lado? ¿Quién va a querer estar contigo? ¡Espabílate!”.
Después fue el turno de la Desastrosa, quien, mientras escuchaba a la Lista, iba cayendo y hundiéndose una vez más, ¿cuántas iban ya? Se hacía pequeña, le habría gustado desaparecer y, de hecho, ya lo intentaba ya: procuraba no contestar, darle la razón,… La entendía, no había nada más lógico, y eso la hacía sentir culpable pero es que no podía evitarlo, ojalá se le pasara y cambiara un día. Mientras tanto, sólo le faltaba que ella se lo fuera machacando.
Todo aquello no era nada nuevo, sólo una vez más, pero pesaba verse en esa rueda de hámster, en repetición sin fin. Acomodada en ello, la desesperanza se alimentaba también sin fin con cada una de esas veces.
Y con esa mirada se fueron y compartieron una semana más repleta de nítidos desencuentros.

Así que, de nuevo una delante de la otra, estaban dispuestas a hacer la misma escena, como un bucle temporal en una obra de teatro. Sin embargo, no todo era igual, cada vez pesaba más y la desesperanza engordaba. Sintió un lejano revolvimiento de tripas que se tornaba en desesperación y con su energía la incomodaba en su desidia. No podía más con ese diálogo infernal, eso sí que la volvía loca. Y se quedó callada. No sabía qué otra cosa hacer pero sí sabía que no quería seguir haciendo lo de siempre; la incomodidad se había transformado en decisión aun sin saber hacia dónde ni cómo.
– Acostumbras a juzgarla, sermonearla, burlarte… ¿qué sientes cuando miras a la Desastrosa y le hablas?- le preguntó la terapeuta.
La Lista repitió algunas de esas frases tan sabidas, que ahora empezaba a detestar, para darse cuenta del sentimiento de donde brotaba todo aquel corrido de sentencias; sentía desprecio por ella y estaba rabiosa. De hecho estaba enfadada con ella pero había algo más. Siguió escuchando un tiempo. De fondo sonaba una profunda impotencia. Eso sí que no le gustó nada; ¿impotencia?, no podía ser que “no-pudiera” sin la Desastrosa, que la necesitase. Demasiado tarde, lo obvio ya había ocupado el primer plano, era tan fastidioso como cierto que la Desastrosa tenía el poder de frustrarla: si no hacía lo que ella quería, no lo hacía y punto, por más que le cantara su lista de sus deberes, razones lógicas y broncas varias. Ahora sí que estaba jodida, se sentía muy frustrada y, sobretodo, desconcertada.
La terapeuta le sugirió: “no haces más que qué hablarle de ella, de lo que tendría y no tendría que hacer. Eso ya te lo conoces y acabas de darte cuenta de a dónde te lleva, a la frustración y la impotencia. ¿Qué tal si haces algo diferente? Háblale de ti”.

¿Qué le hablara de ella? Pero si ya lo hacía… o eso creía. Lo cierto es que todas sus frases solían empezar por tú… Lo intentó con el yo… empezó. Le fue mostrando su enfado, un enfado lleno de reproches tan conocido como antiguo, hasta que al poco se encontró hablándole de aquella vez en que, lo que la Desastrosa había hecho, a ella le había dolido tanto. La rabia se empezó a humedecer con el dolor y lloró. Claro que la necesitaba, mierda, ya la había necesitado y le había fallado… Y le seguía fallando aunque al menos ahora la iba castigando.
Otra propuesta: “¿quieres pedirle algo?”.
Uff, eso ya era reconocerle que la necesitaba. ¿Y si la Desastrosa se crecía y todavía pasaba más de ella? Tenía miedo. Tras largas pausas y bufidos varios, se lo pidió con la boca pequeña. Sorprendentemente, al hacerlo y escucharse notó claramente como todo en ella decía ‘sí, eso es lo que necesito, lo quiero’; así que lo volvió a pedir, ahora con más claridad y firmeza.

La Desastrosa ya tenía preparado el batallón de frases habituales pero no encajaban con lo que acababa de suceder, con cómo le había hablado la Lista. La miró, ahora la veía más que nunca. Sostuvo con dificultades el desconcierto mientras una mezcla de emociones se hacía presente, tuvo sensación de caos. Estaba contenta porque se sentía tenida en cuenta, pero a la vez, eso mismo dejaba en evidencia todas las veces que no había sido así, cosa que la conducía al dolor y al odio; además, ahora le tocaba a ella mostrarse, intentar explicarle qué le pasaba en vez de sólo soltar la retahíla de excusas y justificaciones, y eso la asustaba. Conmovida, intentó expresar todo lo que tenía dentro.
La Lista la vio asustada y frágil, incluso faltada de recursos o con pocas ganas… pero no desastrosa.
Estaban enfadadas, dolidas y, sin embargo, se habían acercado. Tenían mucho que decirse y que sentir, había un buen camino por delante.

Empezó un tiempo de querer mirarse, de mostrar y mojarse, de intentos; también de boicots, venganzas y patinazos hacia lo de siempre. Un tiempo de saberse, de enseñarse las heridas y de llorar juntas; y de compartir necesidades e ilusiones, de descubrir opciones tras las contradicciones.

Tras varios encuentros vuelven a estar ahí, sentadas una frente a otra. Esta vez para agradecerse esfuerzos la una a la otra, para reconocer el respeto, la honestidad y el interés por el cuidado mutuo. Siguen existiendo las diferencias en cómo sienten y viven la vida pero quieren lo mismo. Y se funden en un abrazo. Hoy no están cerca, hoy son una.

 

Ruth Vila (2009)

A eso de las seis de la tarde con mi sobrino

Mi sobrino está preguntón: por qué esto, por qué lo otro. Todas y cada una de mis respuestas le parecen incompletas y son la simple lanzadera de su próxima pregunta. Cuando mi ánimo flaquea deslizo algún tema de su interés, (los Gormitis, los coches…) a la espera extraviar su atención.

Ayer, me preguntó de corrido, “¿por qué en estas revistas (de psicología y crecimiento personal) siempre salen fotos del mar, de lagos, columpios, embarcaderos, puestas de sol; y las señoras y señores son tan guapos y sonríen todo el rato?”. Me pilló desprevenido, es algo que nunca he entendido, pero improvisé “supongo que intentan transmitir que vivir puede ser maravilloso” Contraatacó: “¿pues por qué no salen coches?”. “Bueno, –contesté- salen bicicletas bonitas”. Quedó pensativo y continuó: “Pep, la gente que sale en esas revistas ¿existe de verdad?” Me armé de valor dispuesto a escatimar un algo de su inocencia “existen, pero están retocados”. Respondió que su madre también le tocaba… (momento confuso); “no, es otra cosa ¿Te has fijado que nunca tienen granos, ni arrugas, que su piel es lisa y su cuerpo perfecto? pues es porqué con un programa de ordenador -el photoshop- los manipulan y consiguen dejarlos de foto”. Al quite, dijo rápido “¿como cuando limpiamos la casa?”, “algo parecido, sí”. La cosa había llegado a un punto de comprensión. Y siguió: “¿y yo puedo retocarme con eso?”; “¿para qué?”; me explicó que si fuera más alto sería mejor futbolista. Vaya lio. Además, soltó: “y tú podrías quitarte la cicatriz de la cara”, no me esperaba ese ataque. “Oye tú” -empecé- me cortó con otro interrogante: “Pep, tú tienes un photoshop de esos en la consulta, ¿no?”. Yo me puse a la defensiva y le dije que en la consulta no quitaba granos ni modelaba cuerpos y algo más que no recuerdo. Contrariado, me contó que ya lo sabía, que se refería a uno para el alma. Toma ya. Aquí el oficio de tío adquiere otra dimensión. Con la excusa de un pipí, fui a sentarme en la taza del wáter a meditar. Volví al sofá donde seguía expectante y, con la voz más cariñosa de la que fui capaz, le contesté que no tenía photoshop para el alma; vi en sus ojos la decepción, me mantuve firme y, más suavemente, le anuncié que no existían. Y que todos tenemos cicatrices, granos, incluso celulitis en el alma. “¿Por qué es así?” inquirió.

Imaginé el alma como ese lugar simbólico (o no, quién sabe) donde el devenir va dejando trazos; donde confluyen los posos de experiencias y emociones; el lugar interno al que giramos la vista, cuando la confusión o el dolor nos atenaza, en busca de ayuda o un poco de claridad. Afortunadamente, pensé, ese lugar está lleno de heridas, es justo allí por donde se cuela la luz.
Estaba a punto de soltar mi sermón, cuando incrustó otra pregunta: “pero, si no tienes esa máquina, ¿qué haces?”. Me sentí sitiado, tenía dos cuestiones guardando turno, así que contesté rápido “intento acompañar a las personas cuando el dolor les apremia; o cuando se sienten confusas y no entienden cómo pueden sentir lo que sienten o pensar lo que piensan. A veces el desconsuelo nubla la vista y entonces uno se puede transformar en un conejo miedoso, un brujo malo, una roca dura, o quién sabe. ¿Y sabes? las muescas del cuerpo y el alma acostumbran a ser puntos de apoyo; hendiduras donde detenerse e intentar apreciar lo incomprensible. Tal vez, en el fondo, mi único trabajo es ayudar a dejar de lado el photoshop del alma para poder ver lo que hay de verdad, no lo que nos gustaría ver. Tú ya me entiendes, ¿no?”. “No… pero si fuera terapeuta tendría una máquina para que salieran guapos”, me espetó. Cambié de rol y pregunté “¿por qué?”, “porqué sí”. Enseguida dijo “otra cosa…”, aquí utilice la estrategia antes referida y le colé: “espera, a ti quién te gusta más ¿Hamilton o Alonso?” “Vettel, ¿y a ti?”. ¡Bingo!, volvió a funcionar.

Josep Devesa (2009)

Gestalt, psicoterapia emocional

Cuando doy información acerca de la metodología gestáltica, después de englobarla dentro de la psicoterapia humanista, la defino como una terapia eminentemente emocional; sobre ello quiero extenderme un poco más en este escrito.
Desde hace unos años han ido proliferando las terapias llamadas holísticas, entre ellas las que entienden las enfermedades como la expresión de conflictos psíquicos y emocionales. Todas ellas tienen en cuenta los diferentes aspectos del ser humano tanto en su concepción como en su práctica.

El precursor de estos enfoques integrativos fue el llamado Movimiento del Potencial Humano, originado en Norteamérica en los años 50. Fue iniciado, entre otros, por Maslow, interesado en entender al ser humano estudiando también su estados más avanzados (que los llamó las “experiencias cumbre”) y por Rogers que promulgó la atención incondicional y la humanidad del terapeuta como el mejor agente curativo. De ahí nació la Psicoterapia Humanista, oponiéndose al conductismo, que en aquella época tenía como objetivo conseguir un cambio comportamental para aliviar el sufrimiento, y al psicoanálisis, que buscaba y busca la cura a través del desvelamiento del inconsciente mediante la palabra.
La Psicoterapia Humanista entendía que la persona no sólo es su comportamiento o su inconsciente y su mente. Incorporó su cuerpo y sus impulsos, contempló e impulsó su capacidad de sentir y de emocionarse, usó y alentó su capacidad de imaginación y su intuición y también atendió su dimensión espiritual.
Todas las corrientes humanistas atienden el nivel emocional. La Gestalt las despierta a través de la atención a lo que va sucediendo momento a momento y las usa como vía regia por las que el sujeto se puede ir acercando a sí mismo. Aparte del uso emocional defensivo, propio del funcionamiento histérico -que tiene que desmantelarse-, todas las emociones ponen de manifiesto aspectos íntimos. Reconocerlas y darles valor, aporta orientación y significado a las decisiones y elecciones personales. Dado que la angustia suele ser uno de los motivos de consulta, ésta va a ser una de las emociones a las que en sesión también atendemos. Al darle espacio, pueden ir emergiendo justamente las experiencias, con sus correspondientes emociones, que la persona desconoce y quiere evitar y que sustentan su sintomatología y su mal estar.

No es tan simple. El malestar está y las ganas de sentirse mejor también, sino la persona no iniciaría una terapia. Sin embargo, también vienen en el mismo paquete todas las interrupciones defensivas para no entrar en aquello que uno teme, por desconocido, traumático, doloroso… Ahí es uno de los ámbitos donde el uso de lo que el terapeuta siente tiene mayor eficacia. La evitación del propio sentir por parte del paciente sustenta la actitud con la cual está en sesión y con ello contribuye a despertar emociones en el terapeuta. En Gestalt, además de los conocimientos teóricos y técnicos, para realizar nuestra tarea, los terapeutas nos entrenamos no sólo en el reconocimiento sino también en el uso de lo que sentimos frente al paciente para facilitarle el acercamiento a sí mismo.

Termino ahora enfatizando que sentir, reconocer mi experiencia, abrirme a las emociones que se me despiertan en relación con mi entorno y a los tonos emocionales con los que me trato a mí mismo/a, atendiéndolos, asumiéndolos como propios y encarando sus consecuencias, es lo que facilita que mi vida vaya adquiriendo el sentido que tiene y que quiero y puedo darle.

Cristina Nadal i Muset (abril-2009)

Yo tengo razón

No hace mucho, en un taller que tuve el placer de compartir con un terapeuta, viejo conocido y más reciente compañero y amigo, pude redescubrir el significado de un concepto frecuente en la terapia: La idea loca. Parece una idea. Tiene la forma y la apariencia de tal, pero cuando la miras de cerca resulta que no lo es tanto, ya que no aporta nada nuevo sobre la realidad, ninguna información. Y ponía un ejemplo clásico para los temerosos: “El mundo es un lugar peligroso” Claro que sí, cuánta razón hay en esta frase. Y es que si existe peligro en alguna parte, sin duda alguna está en el mundo. Lo mismo podríamos, de hecho, decir de la seguridad, o de la belleza, o la fealdad. El mundo es un lugar bello, dirá el artista. El mundo es un lugar placentero, dirá el hedonista. El mundo es un lugar bueno, dirá el místico. Y todos ellos tendrán razón, pues en el mundo hay todo eso, pero ninguno estará en lo cierto, pues el mundo es mucho más. O tal vez no llegue a tanto. Es decir, que quizás el mundo es, ni más ni menos, lo que es.

Poco más tarde, comentaba con algunos participantes cómo últimamente me estaba dando por asistir, en la tele o en foros de internet, a sesudos debates ideológicos y observar que, si relajaba el tirón de tripas inevitable al escuchar a unos y otros (es curioso, por no decir sospechoso, como algo tan abstracto como las ideas puede provocar este extraño efecto intestinal), me encontraba como ese niño veleidoso que abre por primera vez sus sentidos al intrincado mundo del razonamiento adulto, casi hechizado, dándoles alternativamente la razón a unos y a otros mientras defendían posturas radicalmente opuestas e ideológicamente incompatibles. Alguien me comentó bienintencionadamente qué bonito es aprender de los que piensan distinto si nos paramos a escuchar, pero me temo que la cosa no iba por ahí. Literalmente llegué a pensar que todos tenían razón, toda la razón. ¡Qué inseguridad sentí, qué indefinición, qué vergonzosa falta de criterio propio! O quizás, ¿qué engañosa es la razón?

Así que, de pronto, se me hizo claro que razón no es igual a verdad. Pido disculpas a los filósofos por esta afirmación tan pueril sobre la que, sin duda, llevarán siglos argumentando y debatiendo (y con cuánta razón, presumo), pero lo cierto es que en aquel momento se me apareció como una de esas obviedades de lo cotidiano, con toda la fuerza que eso tiene. Razón tiene más que ver con justificación y fundamentación. Una construcción sólidamente argumentada que sostiene aquello que se pretende. Y como argumentaciones hay de todos los colores, parece que cualquiera puede tener razón defendiendo cualquier cosa, a poco inteligente que sea. Por lo mismo, el grado de razón poco tiene que ver con el grado de realidad, sino que parece guardar proporción directa con la habilidad del orador en construir razonamientos e inversa con la capacidad del interlocutor en tirarlos por tierra. Sospecho que la razón no se tiene, sino que se da o se toma con más o menos legitimidad, al igual que la autoridad y el poder. Y esto ya ni siquiera habla sólo de quien la recibe sino, ¡ay!, sobre todo de quien la otorga. Y mientras tanto, a la realidad que le den.

¿Cómo aproximarnos entonces a la realidad? Desde luego, no mediante la razón, al menos no en estos casos. Buenas y mejores razones nos podrán hacer ganar un combate ideológico e incluso hacernos con toda la razón pero esto, paradójicamente, es lo que nos mantendrá completamente ignorantes de lo que de verdad nos está pasando a nosotros, ese pedacito de realidad que somos, en relación al tema de que se trate. La luz de la razón que tan aparentemente ilumina el mundo puede, a menudo, cegarnos de nosotros mismos. En contrapartida, el enfoque gestáltico nos proporciona una herramienta tan ingenuamente sencilla como fiable: atender a lo obvio. ¿Y qué es lo obvio? Precisamente, ese tirón de tripas, ni más ni menos, en toda su visceral, obscena y pragmática realidad, signo inequívoco de que una parte de nuestro ser se revuelve inquieta. Escuchar este movimiento, acompañarlo, dar cauce a esta energía y permitirle su expresión a través del propio cuerpo o mediante la emoción es una buena alternativa para conocer de qué manera esa situación particular nos está haciendo sentir amenazados, o heridos, o trastocados, o necesitados, o vaya usted a saber qué…

O bien podemos emplear toda esa energía en armar un nuevo razonamiento, más sólido, más contundente, más irrefutable. Seguramente no aprenderemos mucho de nosotros mismos pero es que da tanto gusto tener la razón… Y quien sabe, quizás hasta ganemos las próximas elecciones.

David Magriñá (2008)