DECIDIR

margarita-deshojadaA lo largo de nuestra vida no dejamos de tomar decisiones. Las hay de cotidianas y simples que, por diáfanas, no suponen conflicto alguno. Otras, sin embargo, entran en la órbita de lo complejo o lo excepcional y son de resultado incierto; o bien resuelven una cuestión, creando a su vez una nueva incertidumbre.
Decisiones tales como un cambio de trabajo, la separación de una pareja, la elección de unos estudios, la creación o el cese de un negocio, un cambio de residencia, etc. suelen provocar ansiedad. Generalmente se trata de una ansiedad funcional, necesaria, que nos pone las pilas y facilita el movimiento hacia la resolución. En otras ocasiones esta ansiedad adquiere tal dimensión que desemboca en angustia y, en lugar de facilitar el movimiento, actúa en su detrimento, bloqueándolo. Para entender un poco más las causas de esta angustia y temor merece la pena contemplar dos aspectos que, seamos o no conscientes de ellos, forman parte intrínseca del engranaje de cualquier elección.

Abraham Maslow, uno de los fundadores de la Psicología Humanista, sostenía que los seres humanos poseemos, entre otras, la tendencia a la auto realización (la elección de las opciones que, básicamente, nos vinculan con la satisfacción y el desarrollo) y la tendencia a la conservación (donde prima la opción que da seguridad, aquello que sentimos que preserva nuestra integridad). Estas dos tendencias se pueden visualizar como dos fuerzas que jalan en direcciones opuestas, pues generalmente el “sí” y el “no” se asocian a una u otra tendencia. Conviene verlas como las dos caras de una misma moneda. De ahí que represente una falacia demorar la decisión en espera de que sólo uno de ellas esté presente, pues si así lo hiciéramos, sea cual sea la decisión que al final se tome, algo en nosotros se resentirá.

El segundo aspecto tiene que ver con el hecho de que cualquier sí (o cualquier no) incluye su contrario: escoger implica necesariamente renunciar a algo. Esta ecuación tan simple tiene profundas implicaciones. Todos sabemos que como seres humanos somos limitados, que nuestro esplendido potencial humano tiene algunas coordenadas muy obvias: somos finitos y no podemos estar en dos sitios al mismo tiempo, entre otras. Usualmente, hacemos todo lo posible para soslayar esta condición. Enfrentar una decisión de cierto calibre significa confrontar esta realidad. Supone abandonar la sensación de ser especiales. Todos nosotros podemos mirar como es ahora mismo nuestra vida y hacer el ejercicio de trazar otras vidas que fueron posibles y que no elegimos. Cabe decir que eso mismo está sucediendo ahora: estamos viviendo algo y por ende estamos dejando de vivir otra cosa. Poner la lupa en esta realidad nos acerca a la consciencia de la pérdida; además de situarnos en el escenario de la falta, en el cual la libertad no es sinónimo de omnipotencia sino de responsabilidad.

Aristóteles nombraba la triste muerte de hambre de un perro incapaz de optar entre dos pedazos de carne, igualmente apetecibles; y en la edad media se forjó la paradoja del asno de Buridán, el cual muere de sed al no poder elegir entre un montón de avena y un cubo de agua. Hallarse ante una decisión y no escatimarnos ante ella convoca la responsabilidad, la libertad, el deseo, el miedo, la renuncia, el vacío… Convoca la vida y la muerte. No es mi intención dotar ese momento de un aura dramática o trascendental, lo que quiero transmitir es hasta qué punto a través de nuestras decisiones se ponen en juego emociones, sentimientos y pensamientos que, si no son rehuidos, dotan a la elección ulterior de mayor hondura. Y, en el mejor de los casos, proporcionan un espejo donde poder mirarnos a los ojos y percibir vívidamente, aunque que sea de reojo, la grandeza y la pequeñez de nuestra condición humana.

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