El suelo que pisé por primera vez

Estoy de vuelta en el Taller y vuelvo en el momento en que dos de mis colegas y amigos se van. Primero pensé: ¨¡joder!¨ -pensamiento de gran hondura y alcance, como puede verse. Ya lo he aceptado -o eso creo- y tengo a veces la impresión de que la nueva andadura, que pasa por una nueva configuración del centro, puede ser interesante.

Vuelvo después de haber tenido mi primer hijo y de dedicarme casi un año a cuidarlo. Constato a la vuelta que he madurado y esto se refleja en varios aspectos: mejor calidad en el contacto -más empatía y espontaneidad por mi parte- y una disminución considerable de la culpa y vergüenza con las que me atenazaba y me impedía verme. En resumen, mayor aceptación de mí. Encontrarme con esto ha sido una grata sorpresa. En realidad, son cambios que responden a un largo proceso y que se manifestaron más claramente durante el embarazo: estaba feliz, radiante, mi tan temido deseo por fin se veía cumplido. Resultó que yo era fértil. Y el hijo que llegó es una maravilla, un ángel venido del cielo… y transformado

en pajarillo, primero

después, monito juguetón

cervatillo brincador

fauna colorida, diversa

que dibuja también la fierecilla tigresa que lleva dentro.

Este niño vino a tocar la vieja herida. ¡Tanta fragilidad en tan pequeño cuerpo! No podía soportar causarle el menor daño, ni siquiera la más mínima incomodidad. Desde que nació, intenté protegerle del mundo. ¿A él? Sospechaba que no. Me resultó más difícil protegerle de mí: de mi angustia, de mi ira ante sus continuas demandas, de mi impaciencia.

Sigo buscando la herida abierta en el pasado, libre ya -o casi libre- de creencias ajenas y de tanta desconfianza en mi sentir. Voy encontrando una niña no amada, utilizada por sus padres para servir a su locura, que no importaba porque sólo importaban ellos. Es curioso cómo yo jugué este sentimiento de falta de amor sin enterarme de qué estaba haciendo, exagerando la carencia cuanto pude -y, por lo tanto, falseándome- justo para no sentirla (un poco como esos calvos que se rapan la cabeza para mejor disimular su calvicie). No podía tampoco sentir el dolor de esa carencia, pues en el fondo de mí permanecía intocable el supuesto de que unos padres -sobre todo la madre- siempre quieren a sus hijos.

La cosa ya no va tanto de resentimientos ni de culpas, aunque a veces piense: ¨¿culpa de los padres? Pues claro¨. La cosa va de creer en mí y ya no las mentiras que me tragué. El deseo es de pasar página, una vez bien leída; de curar la herida, en lugar de hurgar en ella u olvidarla; de recuperar la inocencia, ésa que algunos dicen -también me lo tragué- que no existe porque la dan por perdida. Y es que mi niño vino también a regalarme, en su pequeñez, la inocencia original.

Inés Martínez (2000)

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