¿Opuestos?

Uno de ellos -rubio- se levantó perezoso. Cansino, con gestos lentos, se sumergió en el ritual diario de la ducha. Bajo el chorro de agua se sintió, ¡qué bien!, más ligero. Tomó un café, con poquita leche. Imposible decir dónde estaba él cuando arremetía con prisa desordenada por los armarios, bolsillos y maletín, acumulando todo lo necesario para pasar el día sin sobresaltos. Mientras, pensaba en la oficina y, ¡joder!, la terapia a las siete. Puerta, doble vuelta a la llave, ascensor. La brisa de la calle le reconfortó. No estaba especialmente sensible, sin embargo quedó impactado al ver a un pobre que estaba en la entrada del metro; sucio, desaliñado, con una tristeza y un vacío inmensos en el rostro y la mirada. Algo se le movió en las tripas y en el corazón. En ese mismo instante y como un acto reflejo, aparecieron en su mente fantasías y planes para el fin de semana -era viernes- que se prometía estupendo. Se diría que los poros de la piel sonreían en la luz tenue de los pasillos del metro.

Llegó el atardecer y con él su sesión de terapia, que empezó con «Creo que le tengo fobia al dolor». Relató cómo durante la tarde, la terca realidad y una extraña magia le habían devuelto, a momentos, la respiración del viejo maloliente del metro, una y otra vez, a pesar de sus esfuerzos por apartarlo de sí. Evocó algunos de sus encuentros con el dolor -para él un monstruo de mil cabezas- y se percató de cómo lo neutralizaba: podía nombrarlo como «esas cosas inherentes a la existencia humana que…. bueno… hay que sortear dignamente», también se encontró con el optimismo de «mañana todo será distinto», aunque le valía la broma en el momento justo… Todo ello lo conmovía ahora que por una rendija había aparecido el tan paciente intruso (¿o era un invitado?) que, además, venía precedido por una corte de acompañantes: la rabia tragada, la tristeza insomne y una sensación de vulnerabilidad que ahora, paradójicamente, lo conectaba con la fuerza. Atisbó dentro de sí espacios, otrora sellados, que en este momento lo completaban y reconciliaban. Intuyó que eso que me duele era, también, un necesario compañero de viaje.

El otro -moreno- se levantó con la boca pastosa y mal aliento. «Hoy mi sabor es a mierda», bromeó consigo mismo, con la sonrisa un poco torcida. Música, ducha y afeitado. Se acordó de que hoy tenía terapia y a continuación se recreó pensando en el maravilloso encuentro que le esperaba después de la comida: reconocidos autores que hablarían sobre la creación artística. Salió a la calle; la gente, el ruido se le aparecían como un colchón ambivalente, que fluctuaba entre el pikolín normabloc y el de un fakir. Llegó a la entrada del metro: el pobre que antes viera el rubio seguía allí, con sus ojos clavados en él. Se le encogió la barriga. Desazón. Su mirada quedó contagiada irremediablemente por el latigazo y la sombra interrogante del mendigo. Las luces de neón del metro lo aplastaban con la vivencia y recuerdo de la propia miseria.

Al llegar la noche y ante su terapeuta -el mismo que el del rubio… azares- se liaba y no sabía bien cómo, y se perdía y se encontraba… Al fin afloró: la anhelada reunión de la sobremesa se había convertido en un revolcón por el mal rollo; desde su encuentro con el indigente se había instalado en su particular cueva de queja, sufrimiento y culpa. Se dolía con enfado de su enganche con lo jodido. Una frase que no sabía de dónde le nacía le estalló en la boca: «¡Cuánto placer sufriente!» Notó el suelo moverse y las fronteras diluirse, «¿sufrimiento placentero?», devolvió el eco. El ovillo parecía aclararse un poco; se daba cuenta de que el placer teñido con dolor le ofrecía una intensidad y dramatismo que él fantaseaba vivificante. Lo real en ese momento era que se sentía vacío. El corazón suplicaba descanso, calladamente rodaron unas lágrimas, por un instante pudo mirarle a los ojos al silencio. Y le hizo bien.

Curioso, se decía más tarde el terapeuta pensando en ellos: dos actitudes que parecen tan alejadas entre sí, pero que son dos caras de la misma moneda: el apego a lo placentero o a lo sufriente como una forma reactiva de -en este caso- no contacto con el dolor, con el propio sí mismo y, por extensión, con la contradictoria condición humana, hecha de luz y sombra. Se decía que el encuentro, sin trucos, con ambas polaridades -el placer sin compulsión, el dolor sin apego al sufrimiento- seguramente convocaría a la compasión, la que en nuestra historia, quizá hubiera permitido ver al pobre.

Josep Devesa (2000)

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