Pinceladas sobre la autoestima

Estamos en un momento álgido en lo que a la psicología se refiere. Páginas en diversos tipos de publicaciones, programas de radio y televisión… El crecimiento personal, la autoayuda, están a la orden del día. No es extraño, pues estamos inmersos en tiempos en los que la rapidez, la aceleración, el individualismo y el cambio -en las relaciones, los trabajos…- generan gran incertidumbre. Cuando creemos alcanzar algo, simplemente constatamos que estamos en la casilla de salida del próximo movimiento, sin casi tiempo de aprehender aquello que somos o tenemos. Sumado a ello, cada vez más faltan referentes, cada época ha tenido alguno: ser buena persona, que era, más o menos, ser buen cristiano; o un buen trabajador; un luchador social o ser un idealista dispuesto a cambiar el mundo, entre otros… En la actualidad el referente es, se tú mismo; pásatelo bien en la versión ¡exprime la vida! Y para ello parece ser fundamental tener alta autoestima. Y es justamente en este concepto donde asentaré el escrito para el programa de este año. Es un concepto que a priori parece diáfano; suelo constatar, sin embargo, que tal claridad lo es solo en apariencia. Ciertamente, a menudo asoma como un cajón de sastre en que cada cual escoge aquello que más le resuena o conviene.

Pasa, a veces, que se confunde la autoestima con tener una alta opinión de uno mismo. Es decir, que para alcanzarla se debe tener muy presente todas aquellas virtudes que se poseen, además de intentar orillar de la consciencia los aspectos que a partir del consenso social se consideran negativos. Este ejercicio se puede realizar burda o sutilmente. Usualmente se debe dedicar mucho tiempo a recordarse lo guapo e inteligente que se es (para así quererse) ejercitando hacia fuera (las personas con las que nos relacionamos), pero sobretodo hacia dentro (en el fondo es a nosotros mismos a quien queremos convencer); es una suerte de pavoneo que a la larga resulta agotador. El gasto de energía es considerable ya que subyacen dos tareas, la de amplificar lo “más” a la vez que enviar al fondo del armario lo “menos”. Esta forma de proceder muchas veces convoca una actitud empapada de un porque yo lo valgo (al ultranza); o un yo soy así… ¿qué pasa? antesala de una autoindulgencia que linda con el egotismo o el narcisismo.

Y creo que, en el fondo, la autoestima no es otra cosa que tratarse amorosamente. Versión que siento más ajustada, y que recorre un sendero alejado del simple reconocimiento de aquello positivo que pueda haber en mí. Esta concepción implica tres elementos entrelazados que conforman un suelo firme en el que apoyarse. El fundamental es el autoconocimiento. Si nos aplicamos seria y rigurosamente a saber de nosotros, hallaremos aspectos ciertamente virtuosos, así como otros, generalmente relacionados con el carácter, que pueden resultar francamente ásperos, rígidos… desagradables en definitiva. Esta mirada no concibe aquello que vivo o soy como algo que me pasa, más bien incluye que uno se responsabilice como parte activa en lo que me pasa, o lo que vivo, sufro o que hace sufrir; es decir, es algo que hago. El otro punto es la aceptación. No pelearse, tampoco negar esos aspectos que usualmente calificamos de “negativos”. Una aceptación a través de la cual neutralizo el juicio devastador por ser como soy; pero que, atención, también va más allá de la autoindulgencia defensiva antes nombraba (yo soy así, ¿Qué pasa?).

En el fondo, la autoestima es un acto básicamente íntimo; diría que si se pregona es que algo falla. En su ADN se adivina una compasión, en absoluto sentimental, por la pequeñez humana; pequeñez que no está reñida con la grandeza, ni la dignidad; sino que más bien que le otorga su justo valor. Tiene que ver, en esencia, con la aguda percepción de los límites de la condición humana; y con la curiosidad y la querencia de todas aquellas virtudes que también nos caracterizan: la solidaridad, el arte, la entrega, entre, afortunadamente, otras muchas.

Josep Devesa (Mayo 2010)

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